Los ideólogos: Cartas americanas

30 11ANUEL LORENZO DE VIDAURRE SOBRE EL SUICIDIO Viernes 16 de Mayo. ¿Qué sería de mí, amiga mía, si contemplase que la muerte iba a de– saparecer del globo? Me horrorizo en una ofensa premeditada contra la deidad. Débil, el hombre romperá la ley que le ha puesto su creadoT. Sus pasiones pueden inducirlo al mal y hacérselo cometer. Pero temo mucho que el objeto principal sea la ofensa de un ser de quien depende. Esta in– gratitud es horrible y muy difícil de perdón. No me atrevería a comer del árbol vedado si se me renovase el precepto. Sería eterno a pesar de mí mismo, y lloraría viviendo, como el sensual y avaro se estremecen cuando contemplan que llegará el día en que para ellos se acaben las bellezas y te– soros. j Estado espantoso! La existencia en un cuadro en que todas las líneas presentan el dolor, el fastidio y el tormento. Amamos el bien poT una cualidad inherente a nuestra alma. Yo no sé si forma su esencia este deseo, pero yo la hallo tan continua como la facultad de pensar. En el momento en que ya falten el goce y la esperanza, que todo apetito halla un obstáculo insuperable, que extendida la vista a lo más distante, sólo se ha– lla una aflicción que sucede a otra: cuando las olas del disgusto se estrellan en nuestro pequeño y limitado corazón para dar lugar a otras más oscuras y abultadas; cansados de aborrecer cuanto entonces nos rodea, reconcentra– mos el odio sobre nosotros mismos: comparamos nuestra vida a un astuto verdugo que hace alarde de su aTte cruel para dilatar la tortura. ¡Ah! En este caso era bien difícil no correr a las puertas del primer jardín creado, y si era posible burlar la vigilancia del Serafín custodio, pTe– cipitarse al árbol pTohibido, comer con ansia la fruta, y esperar tranquilo sus efectos. ¡Qué fácil es eximirse del poder humano! El negro conduci– do al horrible tráfico de otro igual más fuerte por mas ilustrado, sabe el secreto de formar de su misma lengua el instrumento de su muerte. Son muchos los tiranos, porque son pocos los que saben posponer una existen– cia vergonzosa a un acto de verdadero heroísmo. No foTmo el elogio del suicidio: no es esta la carta persiana, ni aquella de La Nueva Eloísa donde con muchos argumentos se procura su defensa. Diré sí, que no es un acto de debilidad, como han creído un sinnúmero de cobardes. Nerón y otros asesinos temblaron al dar el golpe sobre sus mismos cuerpos. Muy ensaya– dos en la virtud y la inocencia en lo más respetable de la naturaleza y la amistad, dejaron sin consumar una obra, que les libertaba en cierto modo del desprecio y de la infamia. Un legislador sepulta su espada en su pecho por haber quebrantado la ley. Otro romano se ofrece en sacrificio a los dio– ses por alcanzar la victoria. Muere el Nazareno entre las ruinas del templo que el fariseo profana. Todos fueron homicidios, no de pusilánimes, sino

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