Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 33 majestuoso edificio que contenía dentro de sí cabañas, casas y palacios. Al primer paso leo en la fachada con letras de oro esta admirable inscripción: Aquí reina la verdad. Me detengo, me admiro, y le pregunto al anciano filósofo si ya me hallo en algunos de aquellos mundos creados por su inge– nio. ¿Cómo puede ser, le digo, que sobre la tierra llegue a verse reinando la verdad? ¿Luego aquí residirá igualmente la justicia? Estas son dos hermanas que jamás estuvieron separadas, no son divisibles. Su presencia formará por sí la dicha perfecta de esta sociedad. Aquí no habrá leyes, porque habrá buenas costumbres. No serán precisos magistrados, por– que los pactos se guardarán religiosamente, y no habrá quién los quebran– te. Resplandecerá en alto grado el amor de la patria, unidas todas las de– licias de la independencia a la vida social. Se confesarán los reyes hombres, y serán distinguidos por la humanidad, y el más vivo deseo de hacer felices a sus semejantes. Dios será adorado con el más perfecto de los cultos, que es el amor mutuo de sus criaturas racionales. Volemos a lo interior que ya prometo campos fértiles por la acendrada agricultura, libre el propietario de impuestos y vejaciones: artes perfeccionadas por talentos que se distin– guen con el premio: comercio floreciente por la buena fe del que lo ejercita, y la protección del que gobierna: ciencias útiles fomentadas, y proscriptas las que sólo sirven a radicar la tiranía y fanatismo: gran población en nu– merosas familias, libres, acomodadas, justas y religiosas. ¡Qué faltará a este país para igualar el empíreo! Sólo el conocimiento perfecto de nues– tro hacedor que nos creó para ser felices. Mi ilustre guía me oye: no le desagradan mis pensamientos, pero halla que mis consecuencias dependen de un error. No has salido, me dice, del planeta en que nacimos y habitamos. En él la verdad siempre fue pros– cripta, y la justicia siempre fue sinónimo de ]a fuerza. Ese principio debe creerse infalible cualesquiera que sea la forma de gobierno. Los hombres se consumen en delicadas cuestiones sobre cual régimen deberá preferirse. Platón acertó a medias, juzgando que sería aquel en que gobernarían los ángeles. Debería haber añadido, que los súbditos serían de la misma natu– raleza. No puede haber hombre sin pasiones: ninguna sociedad puede mantenerse sin ellas, y las pasiones nobles y heroicas son muy raras. Lejos de nosotros los ejemplos de Roma y Esparta. Ni uno ni otro pueblo co– nocieron la justicia: en ambos sentía el débil todo el peso, y en el uno las glorias se compraban a costa de una vida incapaz de soportarse por ningún hombre verdaderamente racional. Dos amores nos combaten continuamen– te; el del orden, y el del interés. Este choque no es posible subsista en tan perfecto equilibTio, que deje al que no tiene, sin poder para obrar. Es ne– cesario se resuelva a seguir una de estas fuerzas contrarias. Si son iguales en violencias, no hay movimiento. ¿Y cuál crees que será la que venza? La que más nos halaga, la que juzgamos que más nos aprovecha, la que es inseparable de nosotros. Nos deleita la justicia al contemplarla: prome-

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