Los ideólogos: Cartas americanas

36 :M.ANUEL LORENZO DE VIDAURRE v io siempre cumplidos sus designios. Ese político infame dio este consejo como necesaTio para las grandes empresas. .Infeliz del que lo siga, aunque logre acierto en cuanto medite y pretenda. Mi máquina toda se descompo– ne al contemplar la serenidad con que Nerón da la ponzoña a Británico, y presencia las convulsiones que sufre, antes de expirar. Cuando el crimen cualquiera que sea su clase abochorna, se retrata en nuestra frente, y no se sabe encubrir, es aún una cosa extraña al hombre de la que quisiera des– prenderse. Cuando ya no se manifiesta por ningún signo exterior, entonces es prueba evidente que se ha connaturalizado con nuestro ser, y que tiene cierta conformidad con nuestra organización. Todos me critican mi falta de disimulo: confieso que esta excesiva franqueza me causó terribles males: he hecho mil propósitos de enmienda y jamás cumplí ninguno. Si veo defectos en el gobierno, procuro advertir– los, sin atender que a muchos les conviene que continúen. Veo en los tem– plos ceremoni as de un falso culto y de verdadera superstición; no sé callar y me contraigo por enemigos los más fuertes del estado, y los menos acos– tumbrados a perdonar. Con mis amigos no sé contemporizar, y les digo abiertamente lo que me ocurre, sobre los asuntos que me consultan. Este sistema en una edad en que nadie obra, sino por interés propio, en que los hombres no se aman sino a sí mismos, y en que se ha renunciado el bien general, me constituyó para unos en la clase de un ridículo misántropo, pa– ra otros en la de un novador que pertuTba la que llaman paz de la república. Siendo éste mi carácter como lo conoces, amada mía, contempla cuál habrá sido mi martirio al presentarme hoy en la mesa. Concurrieron com– prometidos todos los que dicen que me profesan amistad. Era preciso reci– birlos, obsequiarlos, manifestar agrado por estar en compañía de ellos, sepul– tar mis suspiros, y callar los dolores del alma y cuerpo que continuamente me destrozaron. Agreguemos a esto los afanes en una decorosa prevención, no teniendo como sabes persona que me auxi lie. ¡Qué banquete tan largo! Para mi concepto, no duró tantas horas el del rey Baltazar. Yo deseaba una mano que nos interrumpiese, cierto de que conmigo no hablaba pues ni he profanado los templos, ni he oprimido a los hombres. La sucesión del tiempo que es lo único que consuela al que se halla veTdaderamente triste, hace que todo concluya a las cuatro horas. Mí mu– jer toma su carruaje, los que se convidaron salen al paseo, y yo como buho me introduzco en mi nido, y me pongo a meditar sobre los males y biene de la sociedad. Pensaba anegarme en mi melancolía, y en el mismo grado que iba creciendo, sentía me faltaban las fuerzas, y que un dulce placer me ocupaba: el era dolor, y siéndolo no lo hubiera trocado por el mayoT de los placeres. Era ésta sin duda lo que con fuerte elocuencia predicaba un filó– sofo antiguo en las orillas del mar, causando tal impresión en sus oyentes que muchos se arrojaban a las aguas. Así me hallaba entre la vida y la

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