Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 37 muerte, cuando un necio me interrumpe contándome la larga historia de los trabajos que había sufrido por heredar a una anciana, y la ingratitud con que lo había obligado en su testamento. Yo le hubiera dado cuanto poseía, por que me dejase respirar. ¡Almas pequeñas, qué cosas tan viles las ocupan! ¡qué objetos tan despreciables para un pensador que no conoce otros bienes que los que hace a sus semejantes! No pudo menos que conoceT mi desagrado en mi semblante, él se re– tira, y en el momento le suceden dos mujeres: la una que no articula una cláusula sin reir, y la otra que en cinco minutos me citó doscientos autores, y extractó sus libros, atribuyéndoles lo que jamás imaginaron. ¡Ay amada mía! Cultiva tus conocimientos pero ocúltalos cuanto sea posible. No te hagas despreciable, no sabiendo continuar una conversación en orden, ni tan pesada que agobies al que te oiga, y desee desprenderse de tí, después de causarle un dolor terrible en las sienes como el que sufro, y me obliga a dejar la pluma. SOBRE INQUISICION Noche del 25 de Mayo. Yo había leído en un filósofo que el que vive bajo de un déspota no tiene casa ni familia. ¡Oh quien lo supiera, padre mío, únicamente por lec– tura y no por experiencia! En el momento que tomo mi pluma, mi cora– zón se halla tan cerrado; mi cerebrn en tal descomposición, mis ideas tan turbadas, que será difícil que acierte a comunicar mis sentimientos, y mu– cho menos a explicar el supremo grado de mi agitación. ¡Terrible compro– metimiento! Las cosas de la América llegaron a un punto que ya es impo– sible habitar estos países. Deseo salir de ellos pero no tengo espíritu para abandonar una desgraciada mujer e hijos inocentes. No soy un dogmatizante, no tengo opinión ninguna contraria al ca– tolicismo. Me entretengo en formar papeles que no salen de mis muros, y no les leo, sino a una o dos personas de mi mayor confianza. Tengo muy pocos libros, pero algunos prohibidos. Esta diversión, y esta prnpiedad tan pequeña, me trae mil sobresaltos y angustias. Esta tarde acababa de tomar mi té con un amigo, y me hallaba en una tal cual serenidad; cuando llega a mis puertas una calesa con dos mi– nistros del Santo Oficio. No fue tan g-rande el sobresalto de Rousseau cuan– do supo que se había librado un mandamiento contra él, como el que sen– tí al ver estos dos canes que me figuré con sus colmillos prontos y afilados a destrozarme. Quedé pálido, inmóvil, sin poder articular una palabra, aunque no entraron a mi habitación, y sólo tocaron equivocados mis umbrales. Cayó

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