Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICA AS 41 nuestro acatamiento, les daremos el primer lugar en nuestras mesas y ter– tulias, pero los apartaremos en cuanto permitan nuestras fuerzas de las ocasiones en que puedan desenrollar sus conocimientos. Haciéndolo come– teríamos un cierto sacrilegio contra la nieve de sus canas. No siendo ca– paces de seguir un discur o familiar, merecían la burla de los mismos que trataban de instruirse. Si los años no favorecen al pretendiente, mucho menos la larga po– sesión de la cátedra. Te pregunto. ¿Qué ha adelantado la universidad en el largo tiempo en que lo ha tenido de maestro? ¿Cuáles los discípulos que ha enseñado? ¿Cómo ha llenado sus obligaciones? Prescindamos si es po– sible de la acción que tienen todos los miembros de ese respetable cuerpo a obtener la recompensa de sus trabajos literarios: prescindamos del horror con que todo gobierno ilustrado ve la perpetuidad de los empleos. El que sabe que no puede ser removido cualquiera que sea su conducta, se aban– dona al ocio, y a la indolencia vergonzosa. Aun cuando hubiese comenza– do con mucho celo, este se resfría, y el hombre no es a los veinte años de su nombramiento, ni la sombra de lo que fue en sus principios. Prescinda– mos de esto si es posible ¿pero cómo prescindiré yo de la falta de aptitudes en el Doctor J ayo? No tiene este buen hombre sino unos conocimientos indigestos del derecho rnmano. Es decir, sabe lo que todo hombre racional debía olvi– dar, o no haber jamás aprendido. ¿Qué tenemos con unos códigos contra– dictorios entre sí? ¿Con unos códigos que para aparentar su conciliación fue preciso escribiesen los Cujacios, los Donelos y Connanos, volúmenes más gruesos que el cuerpo del Gran Mogol cuando se hacen fiestas por su peso excesivo? Las naciones ilustradas debían comprnmeterse en quemar los cuerpos del derecho antiguo y todos sus intérpretes. Este sería el mo– do de evitar cuestiones todas dirigidas a acomodar la justicia al interés, a la voluntad de los tiranos, a la protección del poderoso contra el débil. Si se le mienta al Doctor J ayo, uno de los escritores ilustres, dirá que o no los ha oído nombrar o que son unos herejes. Montesquieu tole– rante, Filangieri opuesto a la inquisición, Bentham materialista: Rousseau impío: Misingerio, Baldo y Bartolo estos son los penates de su bibliote– ca. No es así el competidor: el sabe poco, pero estudia, tiene buenas ideas, elección de maestros, y se animará con el mismo premio. Para mí el dis– curso contra las ciencias no es un jefe de obra, pero lo cierto es, que si no hubiera sido premiado no tendríamos las obras posteriores de ese ilustre autor. No es sabio Quirós, pero da esperanza de serlo. Es una excelente tierra en que se puede sembrar porque no está viciada. Su contendor ni está en tiempo de aprender, ni era fácil que abjurase de sus errores. Yo prefiero siempre la ignorancia al en-or.

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