Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS A 1ERIC NAS 45 alma y uno el cuerpo de Jesu Cristo en un millón de formas. Entern, per– fecto, no distinto, ni en especie, ni en número. No muere, no se aniquila, queda intacto, ileso y no es otro que el que está a la diestra de Dios pa– dre. ¿Cómo puede ser esto? Yo no lo sé, y es una locura querer pene– trarlo. Es para mi la tercera reflexión la más vigorosa. Los accidentes por sí solos no pueden alterarse si falta la sustancia. Transmutado el pan en el cuerpo de J esu Cristo, no siendo este corruptible debía ser permanente. Los accidentes no pueden variar sin la sustancia. Es verdad: pe– ro si a una sustancia por milagro le concedemos ajenos accidentes, pueden estos variar. En la hostia la sustancia es Cristo. Este Cristo toma el co– lor y el sabor de pan, y quiere que ese color y sabor sólo duren el tiempo que durarían en otra masa común. Su presencia la limita de ese modo. Es el velo bajo el cual se halla, el que roto poT la alteración que debían cau- ar los días, si fuese verdadero pan, cesa el sacramento. Dirá usted que esto es muy oscuro. ¿Quién lo duda? ¿Y hemos de entenderlo todo? No hay otro remedio que creerlo, o renunciar a J esu Cristo. Dios no permita que tome ese partido el amigo que amo y cuya mano beso. SOBRE LAS MALDICIONES DE LOS SALMOS Y LIBRO DE JOB Sábado, 7 de Junio. Hace tres días, amado padre y amigo mío, que ni tomo la pluma, ni medito con orden y método. Esta melancolía que, me hace insoporta– ble mi existencia, apenas me deja unos cortos paréntesis, cuando se rehace para caer sobre mí con doble fuerza. No puedo cuasi abrir los ojos: el sa– ludar me cuesta un trabajo indecible: hoy abandoné la mesa en la mitad de su servido sin atender a unos honrados huéspedes, que me hacían favor con su compañía, y a quienes había invitado por ver si aliviaba mi situa– ción. ¡Pobre de mí! Mi estado se halla reducido a tristeza y furor. La más pequeña cosa me altera o incomoda, y yo mismo me soy el peso más enorme. Al contemplar mi estado, estuve por omitir el argumento de esta car– ta. Muchas veces he leído los Salmos de David; el libro de Job con la re– petición del que ama aquellas cosas que más fomentan sus pasiones. Ad– vertí en uno y otro, cláusulas contradictoTias, escandalosas, maldiciones, venganzas, y aun cierta especie de blasfemias. El uno incita a Dios contra sus enemigos, él pide los mayores males para ellos, le ruega que no les per– done, los llena de oprobios de injurias. En otras partes es todo clemencia:

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