Los ideólogos: Cartas americanas

52 MANUEL LORENZO DE ·VIDAURRE nes, que transmuta y corrompe el fruto más precioso del estudio: todos los pensamientos de rectitud y de justicia los hace olvidar en aquellos lances en que nos son más necesarios. He pagado bien este rasgo de mi oTgullo: me destrozan mis remor– dimientos: quiera el Dios próvido que me sirvan de ejemplo para lo suce– sivo. ¿Qué pensaba yo del estado de esclavitud? ¿Qué de la diferente color de los hombres? ¿Qué del mérito real y verdadero de las personas? ¡Cuántos errores! ¡Cuántos prejuicios! ¡Cuánta ignorancia! El antiguo Romano, cuando no habían escrito los genios que ilustraron el gobierno de Luis XIV y de Luis XV, veían en sus siervos unos compañeros, unos ami– gos. Tenían sus días de igualdad casi completa con sus señores. Resplan– decía la humanidad en las familias, y mil leyes bárbaras y crueles quedaban sin efecto sofocadas por costumbres santas y justas. Todas las glorias de Esparta se oscurecen cuando se atiende a su ferocidad con los ilotas. Si los monarcas no tienen otro derecho que la violencia para exigir un pelo más allá de nuestros deberes, los ciudadanos particulares deben respetar en sus esclavos el sagrado título de hombres. A la religión católica, dice Montes– quieu, se debe que la servidumbre haya desaparecido de la Eurnpa. ¿Y por qué ha venido a refugiarse a la América? No clamaré por que se ex– tinga: conozco, no es posible abracemos un partido, que dejaría desolados nuestros países. Amemos sí a nuestros benefactores, y hagámosles con nuestro halago menos sensible su miseTia. En los diferentes colores, no busquemos el origen, ni hagamos un ob– jeto de desprecio. Si la belleza real consiste en las relaciones de las par– tes con el todo, la de imaginación varía con los climas y los países. Para aumentar su hermosura hubo ciertas antiguas costumbres, que hoy en– tre nosotros serían aptas para acabarla y destruirla. Figuremos las cabe– zas aplastadas, los labios divididos, las narices cargadas de pendientes, las mejillas con listas de colores diversas. Estos eran unos adornos que hacían relucir lo bello, y muchas cosas casi iguales se han observado en las nacio– nes cultas. La romana se ponía. un círculo de plomo en la cercanía de los ojos. La francesa una tez nueva que cubre la natural e impide las pala– bras, que la sangre escribe muchas veces en e) rostro de la casta doncella. Lenguaje divino que promete al esposo la castidad posteTior en su lecho, por la vergüenza anticipada que tiene la consorte al oir nombrar los pla– ceres más lícitos. Negros, blancos y amarillos, hombres más o menos os– curos, todos somos de una misma especie: nuestras necesidades y pasiones no se diversifican sino por la educación y las costumbres. ¿Cuál será más digno de estimación y respeto? Sin duda el que más se asemeje a su autor en la justicia, en la beneficencia, no en saber las teo– rías del movimiento compuesto, en calcular las fuerzas centrípeta y centrí– fuga. Dios piensa siempre en hacer bien: el que medite de continuo los

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