Los ideólogos: Cartas americanas

54 :M:ANUEL LORENZO DE VIDAURRE ¡Cuánto he leído sobre esta delicada cuestión! Solamente lo que re– copiló el padre Calmet era bastante para desesperar al hombre más justo. Recuerdo allí las proposiciones de un concilio que equivalen a esta: Dios cría hombres paTa el cielo y para el infierno. Esto me parece una terrible herejía, y los autores del sistema, más dignos de las hogueras que los cie– gos y obstinados judíos. Nos horroriza Saturno produciendo sus hijos y comiéndolos. ¿Y tendremos por un acto de justicia criar almas para que eternamente padezcan entre penas y tormentos? Son estos según juzgan secretos divinos que no es lícito indagar. Yo afirmo lo contrario: son im– piedades con que ofendemos al único Ser bueno por esencia. Yo no hallo en el Evangelio el fundamento de auxilios suficientes y eficaces. Tengo muy presentes las cartas de San Pablo que aluden a esto, y que se citan por los teólogos. No impugno su autoridad; pero me es más fácil confesar que no las entiendo, que hacer de Dios un monstruo. Fuimos creados por él: nuestro corazón solo descansa en él, y esto no se aviene con ser destinados desde ab eterno para maldecirlo y odiarlo, conforme a las pinturas que se nos hacen de los precitos. Siempre es la gracia superior a la tentación, dice Santo Tomás. Si fuera inferior o igual faltaría Dios a la justicia, exigiendo de nosotros más de aquello a que alcanzan nuestras fuerzas. ¿Y cómo conciliaremos esta doctrina con auxilios tan escasos que con ellos no nos salvaremos, y tan vi– gorosos que nos habemos de salvar, aunque nuestra voluntad se oponga? Dejemos sutilezas, meditemos las perfecciones de este Ser incomprensible en cuanto alcanzan nuestros talentos, y con humildad fingida no figuremos misterios para hacer rneden opiniones que degradan la piedad. Quiere V. Paternidad una prueba de esa asistencia continua del Se– ñor, de esa voz dulce al mismo tiempo que fuerte, con que procura atraer– nos, pues en medio de mis enfermedades, y una hipocondría que me devora, yo vivo cuando presto el oído a sus tiernos llamamientos. En este momento recibo consuelo pensando, que con la variada pers– pectiva de los campos, nuestras dilatadas alamedas, y al ver el violento cur– so del caudaloso Rímac ... me he eximido de asistir al teatro donde se me invitaba por representarse la misantropía. ¿Para qué oir las quejas de un burlado benefactor y amigo? Esta escena la miro con horror repetida a ca– da momento. ¿Para qué autorizar las lágrimas de una mujer, si jamás he de creer que son sinceras? Virtud, virtud, yo no te busco en los labios de la meretriz mercenaria: yo te solicito en pechos dignos de tí, pero no te encuentro. Somos corrompidos, porque no reflexionamos, porque no nos recogemos dentro de nosotros mismos, porque nos dejamos seducir de un desarreglado Ímpetu de infames apetitos. Pensemos en la grandeza de Dios, y en la nuestra, ni nos elevaremos orgullosos sobre nuestros semejantes, ni nos abatiremos reptiles hasta arrancar la grosera comida de la boca de los

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