Los ideólogos: Cartas americanas

56 1VIANUEL LORENZO DE VIDAURRE tán la humanidad y la virtud? ¿Pero cuándo se hallaron e·ntre los hom– bres? Sila se hace defensor de la nobleza para asesinar al Senado y la ple– be. Cromwell se figura prntector de Inglaterra para ejercitar la más ho– rrible tiranía a la sombra de las leyes. Calvino vitupera la intolerancia de la iglesia de Roma, y por todas partes extiende la sangre y el fuego. ¿Ha– brá quien dude que el alma es inmortal? ¿No logrará jamás reposo el per– seguido? ¿El infeliz Job moTirá sin la esperanza de ver recompensada su inculpabilidad? ¡Oh custodio de los hombres: tú lo libertarás de las inju– rias de su mujer o sus amigos, y le darás consuelos eternos sin mezcla de amargura! El aniquilamiento ¡ah! el aniquilamiento: qué idea tan espantosa para el que vivió en un estado continuo de aflicción. ¡Dejar de ser! ¡vol– ver a la nada! Me estremezco: si la muerte se tiene por terrible, que se– rá la reducción a unos átomos esparcidos por toda la naturaleza e impreg– nados muchas veces en las materias más despreciables. ¿Sólo el orgullo se– rá la prneba de la inmortalidad? ¿Sólo el deseo de sobrevivir hará eternos nuestros espíritus? ¿Nuestro ser posterior será objeto de cuestiones filosó– ficas? Verdad divina, cierra los labios del incrédulo, y no permitas que con falsos raciocinios aumente las angustias de un desdichado. Si, amiga mía, una noche un joven inexperto me halla sumergido en el bálsamo de mi negro humor. No podía sostener mi cuerpo, y me ha– bía arrojado en un sofá. Una bujía distante daba una corta luz, y yo pen– saba en la eternidad. Se acerca este necio, y procura demostrarme que el alma moría con los cuerpos. Yo no hacía sino callar: él alega que las es– c1ituras nada habían dicho de un premio eterno: que los filósofos antiguos habían desconocido este dogma, y la razón no lo podía alcanzar. Procuro salir de mi anonadamiento, y levantando la cabeza sin mudar la postura de mi cuerpo, le respondo. Amigo os compadezco: veo en vuestros discursos que habéis leído a Helvecio, pero no la historia, ni las escrituras. ¿ Pitá– goras ignoró la inmoTtalidad del alma? ¿Los poetas antiguos que eran fi– lósofos, y repetían las sentencias de los sabios no nos hablan de los campos Elíseos, de los juicios posteriores a la muerte, del castigo de los malos? ¿No fue esta la enseñanza de Zoroastro en Persia, y de casi todas las sec– tas de los gri egos? Es verdad que Confucio manchó con este error la mo– ral más pura. ¡Oh! pero cuántos homhres ilustres no se han opuesto a su doctrinal ¿ ada dice la Biblia en el Viejo Testamento sobre la inmortali– dad? ¡Que engaño! Cuasi no hay Salmo de David donde no se encante con la esperanza de los tabernáculos eternos. Los fariseos la confesaban en oposición de los seduceos convencidos por J esu Cristo, según refiere San Mateo. ¡Ah! Jesu Cristo lo dijo. ¿Y que testimonio más grande que el del hombTe más santo, más sabio y más bueno, según confesión de sus mismos enemigos? Cuando en mí hubiera alguna duda me bastaba su pa-

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