Los ideólogos: Cartas americanas

64 l\1ANUEL LORENZO DE VIDAURRE asilos, jubileos~ estas y otras cosas corresponden a la policía de la religión, no a la verdadera moral soberanamente comprendida en los preceptos del decálogo. Así lo vemos bien explicado en las Actas apostólicas, en esa pri– mera historia de la religión católica que sigue a la vida de J esu Cristo y a su pasión y muerte. Mis pensamientos son apoyados en las cuestiones decididas sobre la integridad del prepucio, y las comidas compuestas de carnes sofocadas. Se deja en libertad seguir esas prácticas o eximirse de ellas: esto es con respec– to al pueblo. Los apóstoles y sus sucesores se separaron hasta el día de las antiguas ceremonias. Prueba evidente de que nuestro Salvador no vino a hacer observar lo Titual y político. ¿Cuál fue la que quiso que permane– ciese? La natural que es la comprendida en el decálogo: que es la que tuvieron Adán, Noé, Abraham y el mismo Moisés. Si esos patriarcas se salvaron sin otra religión; si esa fue la que Jesu Cristo vino a enseñar; ella sola será suficiente para nuestra salvación. No digo por esto que cerremos los templos, que no tengamos culto externo, que adoremos a Dios únicamente en nuestros espíritus. Estas ideas apoyadas ~r esparcidas causarían mayor mal al estado que todas nuestras revolucio– nes. Si el hombre tiene potencias, también tiene sentidos. Si tiene ideas, también tiene palabras para manifestarlas. Su gratitud, el respeto debido a la deidad, exigen actos exteriores de amor y reverencia. Los signos sensi– bles recuerdan la subordinación, y hacen no se olvide aquella ley natural dictada por el Señor. Siendo el primer precepto amar a Dios sobre todas las cosas, y el tercero santificar sus fiestas, se necesita demostraT ese amor, no sólo en el lleno de los demás mandatos, sino también con acciones que lo acrediten. Estos son los ruegos, los llantos, las alabanzas. De ello nos dio regla el mismo Señor en su última cena cuando dijo, que siempre que se repitiese aquella ceremonia se hiciese en su nombre. He aquí la eucaristía estable– cida en los términos más evidentes y claros por J esu Cristo. He aquí un culto elegido poT el Señor. Debe haber un sitio donde se practique; por consiguiente necesidad de templos. Por medio de algunas personas, se han de hacer los sacrificios, resultan los ministros. Deben ser estos manteni– dos como funcionarios públicos, por tanto han de tener rentas por el estado. Estamos convenidos en todo lo dicho. Mucho más lo estaremos en el ejercicio de la oración. No hay una cosa más encargada por el Salva– doT. Nuestro Maestro la practicó hasta la noche misma de su pasión. ¡Ac– to sublime en que el hombre parla con su creador, y en que desprendiéndo– se muchas veces de lo terreno, iguala a los ángeles, contemplando los atri– butos de la Deidad! ¡Con que desinterés se miran las glorias del mundo, los placeres y riquezas, después de habernos anegado en la inmensidad de Dios, en su sabiduría, en su bondad, en su justicia; después de meditar aquellos años eterno de verdadera paz y tranquilidad!

RkJQdWJsaXNoZXIy MjgwMjMx