Los ideólogos: Cartas americanas

66 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE vo tiempo para hablar sobre estas materias, o en público, o a solas con sus discípulos? ¿Cómo ninguno de los envangelistas se encarga de esta mate– ria, especialmente San Juan, que escribió tantos años después de la muerte de su maestro? Pero pasemos adelante: recorramos las cartas de San Pablo, San Pe– dro, San Juan, Santiago, en ninguna de ellas hallamos otra cosa que la ob– servancia de la ley natural, el amor al prójimo, la extirpación de los vicios, la sumisión a las potestades constituídas. Todo lo que excede a creer que Jesu Cristo es hijo de Dios: que nació de una virgen: que padeció: que murió: que resucitó: que subió a los cielos; y que nos juzgará algún día, es formado con posteridad al siglo de los discípulos, quiero decir a las cerca– nías de la pasión del Salvador. iCuál era el culto· de San Pablo primer er– mitaño: de San Antonio Abad, y otros inumerables entregados en los mon– tes a la vida contemplativa? ¿Cuál fue el de la Egipciaca cuarenta años separada del comercio de los hombres y de la sociedad entera? Si la re– ligión era una misma, ¿cómo tenemos hoy unos pecados que entonces no se conocieron? Si entonces firme la creencia de los principales misterios, el culto externo, y el modo de manifestar al Señor el amoT y respeto, era arbitrario, ¿por qué no lo será hoy? Aclararé más mi discurso: el cristiano no está obligado a creer sino lo que Cristo enseñó: el que no tiene la felicidad de conocer a Cristo se salvaTá con sola la religión natural. El cristiano no será juzgado por su fe ilimitada, sino por sus buenas obras. Tres pasajes del Evangelio me parecen expresivos. El primero cuan– do aquel joven le pregunta, ¿qué hará para salvarse? El Señor le respon– de, guarda los mandamientos. O la respuesta era defectuosa, o toda la creencia la reducía a confesar un Dios, amarlo sobre toda las cosas, y ob– servar la ley que había dado. En la segunda, cuando recopila la ley y el Evangelio en esta senten– cia: lo que no quieras para ti no hagas a otro. Aquí no se mezcla artícu– lo de fe. Es la tercera, las expresiones con que enseñó seríamos juzgados. Es– tas son: tuve hambre, y me diste de comer, tuve sed, y me diste de beber; estuve desnudo y me vestiste. No recuerda al tiempo de juzgarnos ningún artículo d~ creencia. Es por esto que San Pablo llamaba muerta la fe sin obras, y San Juan no predicaba otra cosa en su vejez sino el mutuo amor. En fuerza de lo que he dicho me parece que debemos persuadirnos que todas las obras son obligatorias, con mayor o menor reato según su cua– lidad; pero que la creencia se limita a muy pocos artículos, y las ceremo– nias exteriores son voluntarias en cuanto a su especie, aunque precisas pa– ra manifestar el culto externo .

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