Los ideólogos: Cartas americanas

CARTAS AMERICANAS 67 Deduzco también que aquellos que no tuvieron noticia de J esu Cris– to, ni del Evangelio, se deben salvar observando la ley natural, y que esto se halla conforme a la razón y al mismo Evangelio. Elijo dos pruebas. Es la primera haber dicho Jesu Cristo que cada uno sólo sería exigido con arre– glo a los talentos que recibió. La venida de J esu Cristo es un hecho his– tórico. Puede el hombre por razón, conocer que hay un Dios: puede co– nocer toda la ley natural como le sucedía a nuestros incas; pero no puede saber, aunque reflexione dos mil años, que hubo pecado en el primer hom– bre, que fue prometido el Mesías, que nació en el tiempo profetizado, que nos redimió con su sangre. Esta ignorancia inculpable e involuntaria no se les puede imputar en tan alto grado, que por ella se pierda el reino del cie– lo. Los que observan en este caso la ley natural, son los mismos de que habla el Salvador cuando dice, no os gloriéis de descender de Abraham, porque veréis en su seno muchos que vendrán del oriente y occidente, cuando los malos hijos serán arrojados a las llamas. No esfuerzo estas ideas porque ellas se hallan en el Belisario de Marmontel, y principalmente en sus respuestas a la censura que se formó en París contra su obra. En realidad admira que cuando a la deidad por lo común se le dan unos atributos y perfecciones puramente humanas, como son la belleza, se le quite la más conforme a su ser, que es la justicia; persuadiéndonos que el modo de ser justo Dios, es en todo contrario al modo de serlo de los hom– bres. Los que así juzgan, se asemejan infinito a los paganos en el concep– to que tenían de sus dioses. Ellos veneraban los vicios en sus ídolos, de que se abstenían los héroes. Aun entre los bárbaros jamás obliga una ley sino después de publicada. Los monarcas castigan a los infractores de sus más ridículos y extraordinarios caprichos. El uno pone su efigie para que se la reverenciase; para que ante él se hincase el pueblo, de rodillas, otro elevó en alto su gorro. Llegó el extremo de fijar la veneración hasta en las co– sas más inmundas. ¿Pero alguno sentenció a muerte al que no cumplía un pensamiento que no había explicado, o un decreto que no había proferido? Levántase la estatua por orden de un soberbio rey creyéndose un Dios pa– ra que muera el que no lo adore. Pero un pregonero anuncia el rescripto y el castigo. PoT la necesidad de la creencia de Jesu Cristo para la salvación, se viene a degradar a la deidad de su principal atributo, y el más necesario en favor de la misma humanidad. Este es la remuneración. ¿Qué logra el gentil creyendo en un Dios, y amando a los hombres, si no es salvo? Vendrá un ángel, dice Santo Tomás, a bautizarlo en este caso. ¿Y cuándo ha bajado este ángel? ¿Y nunca hubo ocasión en que hajase? ¿Nunca hu– bo hombre que guardase la ley natural? Esto es salir de las cuestiones por medio de milagros, no hechos, sino que se pueden hacer. Me agrada muy poco este modo de concluir las disputas.

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