Los ideólogos: Hipólito Unanue

HIPOLITO UNANUE 861 486 ELECCIONES POPULARES !'ocas providencias puede expedir el héroe Dictador de la Re– pública más gloriosa para su nombre, y de más confusión para los necios que insistan todavía en serle desafectos por sistema, que la libertad recién declarada a los pueblos para elegir sus go– bernantes. Justicia, humanidad, desinterés, política, todo brilla en esta orden benéfica y consoladora que, como otros admirables lenómenos en la conducta del Libertador, hemos visto partir ¿quién lo esperaba? del seno mismo de la dictadura. Esta auto– ridad, tan monstruosa y temible por su naturaleza, si llega desgra– ciadamente a usurparla un ambicioso ¡cuánto cambia de aspecto siempre que la sabiduría y el celo del bien público logran depo– sitarla en manos puras, justas, liberales,! El Congreso constituyente al conferir al Libertador de Colom– bia la dictadura del Perú hizo callar todas las leyes; y el gran Bolívar desde aquel momento ha trabajado infatigable por llevar– nos a un estado en que nuestras leyes sean respetadas, y cuando comenzó a pronunciar sus venerables oráculos sólo ha sido par::i que empiecen ellas a ser obedecidas. A vista de estos hechos, que todos los días se repiten, creemos no haya nadie que se atreva a calificar de una baja lisonja lo que en uno de nuestros números hemos asentado poco há, a saber: Que el gran Bolívar presentaría en breve al mundo todo, el único modelo cumplido de liberalismo v~rdadero. "Vuestra suerte pende ya de vosotros mismos -nos dijeron en un tiempo los españoles- vosotros haréis vuestras leyes y nombraréis vuestros gobiernos". Y por este sólo ofrecimiento nos han cacareado mil veces la felicidad que de su gran constitución debía resultamos. Y ¿cuál era la parte que por ella debíamos tener en el nombramiento de nuestros gobernantes, aún cuando hubiesen t0nido intención de realizarnos sus promesas? Los representantes americanos designados por una elección reducida, que apenas merecía contemplarse como una expresión a lambicada de la volun– tad de los pueblos, marchaban de aquí a España a formar la m i– noría de sus grandes cortes. A éstas tocaba nombrar por votación los consejeros de estado, cuyas funciones eran proponer a l Rey, en

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