Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo

70 MIGUEL MATICORENA ESTRADA español, hacen que la naturaleza sL ltpresure a concluir esa solem– ne entrega, que el reino satisíecho reciba de sus manos a V. E que la patria lo asocie a toda la ~.:'andeza; que ha perpetuado con constante sucesión en su ascén:ldencia. No se detiene en admitir los mismos domésticos ·..:estimonios de los vizcondes de Valdue:t~ rn.a, y Bazán; de los Cm.i.Ues de Miranda, Teba, y Cabra. Este in– menso número de fiadores, retardaría por dilatado tiempo sus ocu– paciones. No acuseis, pues, mis impacientes deseos, héroes excel– sos d~!i valor, la nobleza, y la fama. Retiraos, manes ilustres deJ. respetable palacio de Baztán y Jaureguizar, contemporizad con mi debilidad: mis fuerzas sucumben (8) bajo el grave peso de honor (8) Como se ha notado el uso de la palabra sucumbir por extraña, y no propia de nuestro idioma, se debe advertir que la usamos para explicar ser agobiado por una carga superior a nuestra resistencia: No es esta una no– vedad que habrá sorprendido a los literatos: ellos sin duda han observado que muchos autores españoles la usaron en el mismo sentido. El traductor del drama de Monsieur Arnaud intitulado: La Eufemia, o El triunfo de la Religión, hablando en el Prólogo de lo difícil que es traducir del verso francés al castellano dice: El referido padre Isla sucumbió a esta dificultad En el Acto l. Scen. 9. pone estas palabras en boca de la Condesa de Orze: Ella sucumbió a golpe semejante. Don Luis de Cueto y López en su Guerra Sagrada en el Lib. l. pág. 15 dice: el inevitable peligro que corrían las mí– seras reliquias del imperio oriental de sucumbir a la vasta potencia de los enemigos. Y en la pág. 5, tenía dicho: sin el temor de sucumbir en la pro– secución de una empresa tan difícil. Para esta libertad de introducir palabras, tenemos respetables autoridades, e ilustres ejemplos en todas las lenguas. El célebre Arzobispo de Cambrai, Monsieur Fenelón, en su carta a la Academia Francesa, sobre la Elocuencia, la Poesía, y la Historia, que corre unida a sus Diálogos, propone esta libertad como un proyecto ventajoso para enriquecer su lengua. En la pág 260 de la edición de París del año de 1764 dice: Yo no quisiera perder ningún tér– mino, y sí adquirir muchos nuevos; como también el que se autorizase todo aquel, que tiene un sonido dulce sin peligro de equivocación. Y en la pág. 262 añade: He oido decir que los Ingleses no rehusan tomar de cual– quier idioma las palabras que le son cómodas. Semejantes usurpaciones son permitidas; y en este género todo se hace común por solo el uso. Las palabras no son mas que sonidos, de los cuales se pueden hacer signos arbi– trarios de nuestros pensamientos. En si no tienen ningún valor, y son tanto del pueblo que las da, como del que las recibe. ¿Qué importa que una pa– labra sea nacida en nuestro país, o que nos venga de un país extranjero? La escrupulosidad en este punto,. sería muy pueril, pues que no se trata sino del modo de mover los labios, o de modificar el aire. Los ejemplos también son frecuentes. Nuestra lengua es una mezcla de griego, latín, arábigo, y fenicio: la francesa de las dos primeras, y mas del tudesco, y algunos restos de la de los antiguos gaulos. Los latinos, dice el mismo Fenelón, enriquecieron su lengua con términos extranjeros, aunque no les faltaban otros equivalentes. . . El mismo Cicerón, aunque muy eseru-

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