Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo

76 MIGUEL MATICORENA ESTRADA [ 13] Así hablaba la tímida prudencia, ignorando que V. E. es superior a sus comunes reglas, y que en su grande alma se ha– llan grabados por la naturaleza esos sublimes conocimientos, que en los demás hombres son el fruto de la lenta aplicación, del asi– duo trabajo. No sobrevivamos a nuestra pérdida: es la expresión única, que profiere V. E. No es preciso vivir; pero es necesario que nuestra muerte sea sin confusión, y sin oprobio. ¡Qué varia– ción tan pronta, y feliz! Al desaliento sucede el furor y la cólera: la venganza clama, el fuego brilla, el bronce dirigido con arte es– panta, entremece, y devora una nube espesa de humo cubre al cielo, y le oculta la rabia, que anima a los mortales, la cruel muer– te triunfa en una y otra parte. Allá expira el impío, y blasfema; acá muere el soldado, e implora a la misma deidad, que el otro ofende. La piedad generosa, la dulce humanidad huyen, y se reti– ran: los peligros se multiplican, desesperación se renueva, el gri– to del encono se confunde con el lamento del dolor y la pena. Ca– torce horas de mortandad no han podido apagar el ardor insacia– ble de sangre, y de destrozo. La noche compasiva se acerca, y ex– tendiendo sus tinieblas, se ignora si el tiro corre con acierto, o si extravía dirección. No se divisa la pérdida ajena, ni puede repa– rarse propia. Con todo V. E. no desmaya; sostiene al esforzado, y alienta al temeroso. La aurora descubrirá nuestras ventajas: es la esperanza con que lisonjea a la debilidad, y la generosa resolu– ción que abraza, y les anuncia. [14] ¡Pero qué silencio después de tanto horror! Ya no re– suenan las balas enemigas: ya hay quietud para observar el peli– gro evitado, y la gloria adquirida. La desgraciada suerte de tan– to infeliz es la que se lamenta; la propia vida se ve fuera del ries– go, y adornada con el inmortal honor, que acaba de lograrse. Mas ah! que las prosperidades son siempre pasajeras. El mar quiere vengar el abatimiento, y vergüenza de nuestros rivales. Los fieros aquilones soplan: la agua se altera, el aire se inflama, el rayo true– na, las olas irritadas ya precipitan al contrastado leño en el pro– fundo abismo; ya se hinchan, y sobre su espuma parece que lo acercan a tocar en los cielos, la jarcia revienta, el mastelero cae, el navío se inclina: el piloto consternado abandona el timón: el equipaje espera en un triste silencio el fin de su desgracia, o dis– puta una débil tabla que retarde su muerte. Sombra inmortal del - ~ ~ ...... ~-- - acostumbrados a renir de pie firme determinados a vencer, o morir. V· Historia Romana, tomo 15. pág. 65.

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