Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo
JOSE BAQUIJANO Y CARRILLO 77 gran Santa-Cruz, ¿dónde te has retirado? Ese marcial espíritu, con que tu digno d scediente desprecia el furor enemigo, es prueba vic– toriosa que no ha burlado tus justas esperanzas. Embaraza que el triunfante teatro de tus glorias sea el sepulcro fúnebre de sus cenizas. Mantenlo inmóvil retando a la fortuna a que llegue alte– rarle la constancia; no abandone el combate, hasta que la luz del día le haga ver que ya no hay combatientes. No lo desampares: síguelo a Puerto Rico, y admirarás allí nuevas proezas, cuyo e~plendor reflectiendo sobre ti, te anima y vitaliza, dando nuevo bri– llo a tu nombre, tu fama, y tu memoria. [15] En efecto, apenas ha tocado V. E. la tierra, cuando la isla de Cuba clama por su presencia. Al instante se apronta el regimiento; lleva consigo las mismas esperanzas, y la satisfacción gustosa de haber domado el orgullo enemigo. Sin embargo sus pérdidas parece se restauran: el coronel es hecho prisionero: el contrario se complace de que la fortuna principia a protegerlo. Llegue V. E . presto a la Habana, y a la frente de su invencible cuerpo, convénzale que el valor sabe encadenarla, y fijar su volu– bilidad e inconstancia. El puerto de Guantánamo, ese resguardo contra las tormentas, y tempestades, es sorprendido por nuestros .rivales. Ellos interrumpen el libre comercio de una costa con otra, todos temen el riesgo: la recuperación insta; y el honor de la na– ción, de concierto con la pública quietud, exigen el reparo. V. E. se inflama a vista de la empresa. Las dificultades lejos de retar– dar aumentan sus deseos: la resistencia aviva a la animosidad. V. E. con espada en mano se adelanta, su ejemplo alienta, y el infe– rior se esfuerza. Por todas partes corre el plomo, señal casi se– gura de la muerte. Entre el espeso turbillón de polvo, y humo se camina y penetra: el combate principia. La rabia, el tumulto, el horror, y la desesperación se confunden y mezclan: la naturaleza tiembla al ver que sus hijos han perdido la forma de mortales: la tierra gime de sostener el peso de tanto cuerpo muerto: ríos de sangre la inundan, y la riegan. Allá el soldado invoca la clemencia, y sus labios entreabiertos publican que no ha podido finalizar su triste ruego: acá desfallece, y su último su piro exhorta, y persua– de a la ira, y al encono. Ya el guerrero abatido reanima sus fuer– zas expirantes, clama por el socorro, y muere bajo los pies del mismo combatiente: ya el contrario sucumbe, pero la vergüenza de rendirse lo sostiene. La victoria indecisa se d clara: el terror se apod ra de los enemigos; l ingl 's desesperado huye, todo cede. Ilustre héroe, detened la venganza. La misma discordia se apia-
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