Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo
80 MIGUEL MATICORENA ESTRADA el furor despechado acomete; tres veces los últimos alientos de la desesperación obstinada resisten. ¿Mas, qué importa? A pesar del contraste V. E. triunfa: a pesar del deshonor de sobrevivir a la pérdida de una plaza tan importante, la confianza abandona a los contrarios, el terror los reduce y sugeta, Almeyda, la soberbia Al– meyda se rinde, y es forzada dentro de sus muros. [19] País afligido, ¿dónde está ahora la protección, con que te alucinaba la perfidia? Sostente en el débil brazo, en el apoyo frívolo que...(sic) Mas no: el insulto no acompañe a la desgracia. Tu conducta presente anuda mis labios, y ata mis expresiones. El Dios de los ejércitos, en los momentos de su enojo, permite esos ye– rros políticos que abaten a los rein9s, y forman la eterna cadena de sus altos designios. Estos son los que convierten en lamentos nuestras aclamaciones. Los muertos se arman contra los vivos. Esos hombres despojados del aliento por nuestra victoriosa espada, vengan ·por si mismos su fatalidad; esos cuerpos desechos por la corrupción despiden exhalaciones mortíferas, que infectan la at– mósfera. El aire se impregna de vapores homicidas; la tierra y el cielo conspiran en difundir la consternación y el horror; el fuego del contagio adquiere un cruel aumento, la languidez se pinta en los semblantes, el veneno mide su actividad, y supera las fuerzas que la salud le opone, las quejas y suspiros sólo se interrumpen por el formidable sonido de los carros lúgubres, sin cesar ocupa– dos en transportar difuntos, horrorizando a los vivos con el tris– te espectáculo de su caducidad, y el miserable recuerdo de su destrucción; la noche asusta, porque en su negra sombra se teme habitar en la obscura región de las tinieblas; la aurora descon– suela, porque en el sol que anuncia se sospecha el último qut alumbre y esclarezca. ¡Estado infeliz, en que los alivios faltan al paso que las necesidades se duplican! El mal crece, y no se encuen– tran los remedios; el valor detesta sus hazañas, y el esfuerzo acu– sa de impía a la fortuna, pues no le ha protegido en los comba– tes, sino para hacerlo víctima de esa muerte lenta, que no ha de proporcionar gloria a su nombre, el común peligro suspende los sentimientos de ternura, que graba la naturaleza en los mortales por principio feliz de los socorros; la humanidad viola sus dere– chos, la amistad desconoce, y la dulzura reserva su franqueza pa– ra los propios desconsuelos; todos huyen de un enemigo menos ruidoso, pero mas sangriento, y abandonado el campo al rigor de la peste, ejercita sin contradicción su cruel tiranía. Solo V. E. se opone a sus trofeos, y hace cara a los riesgos. Tan compasivo
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