Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo

98 MIGUEL MATICORENA ESTRADA des militares, civiles y morales de su héroe, se fabricó un ídolo a quien vanamente rindió el homenaje de sus cultos. Dios me libre de insultar, ni aun indirectamente, una imagen viva de nuestro So– berano y digna de nuestros más profundos respetos por el carác– ter mismo de su representación. Ni menos se presuma que echo de menos en el orador el caudal necesario para llenar todas las partes de su oración. No, por cierto: Jamás me he deslumbrado hasta el extremo de poder comprender los talentos ajenos, cuan– do aún se me esconden los míos propios. Quien, como yo, practi– ca y aun especulativamente ignora las reglas y preceptos de la ora– toria, no puede, sin temeridad, juzgar de sus verdaderos poseedo– res. Mi imaginación demasiado tímida, nunca sale del pequeño círculo de sus ideas y no es, por lo mismo, capaz de discernir to– do el fuego y actividad de aquélla que, para confinarse en lo subli– me de la elocuencia, se agita y enciende con los más bellos tropos y figuras. Yo, por último, estoy tan distante de haber llegado a la enciclopedia de las ciencias, tan necesarias para un orador perfec– to, que apenas he tocado en los umbrales de aquellas pocas que han hecho el estudio de mi profesión. Y después de este conoci– miento que debo al Padre de las luces, ¿cómo osaría yo, en el in– competente tribunal de mi juicio, pronunciarme decretoriamente contra el mérito de aquella oración, ni menos proscribir al orador por inepto para semejantes piezas, y a su héroe por inferior a tan subidos elogios?. [8] Es verdad que muchos, entre los cuales brillan algunos dotados de un bello espíritu, y menos tímidos que yo, han censu– rado el panegírico como contrario a las reglas de la oratoria y des– tituído de los principales adornos y gracias de la elocuencia. Es– tos genios, no sé si por demasiado finos, han notado que su elo– cución, por aspirar siempre a lo sublime, degenera continuamente en una hinchazón afectada, y semejante, como dice Longino, a la del mal tocador que abre una grande boca para hacer s~nar una pequeña flauta; que su expresión es casi siempre confusa y deja, aun al lector, poco satisfecho de su inteligencia; que las descrip– ciones tornadas de lugares comunes y compuestas de centones mal unidos, se suceden sin interrupción unas a otras, y pierden por su abundancia la estimación que merecieran, aun cuando se ajus– taran a los preceptos del arte; y que las figuras, que son las flo– res de la elocuencia, fuera de ser pocas, no forman, con su dife– rencia, aquella variedad en que consiste el principal adorno de su belleza.

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