Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo

JOSE BAQUIJANO Y CARRILLO 111 do los efectos de la benevolencia de un ministro, nos mostrába– mos insensibles a los bastardos tiros que se asestaban contra la beneficencia misma que tanto nos distinguía? Semejante indolen– cia no sólo nos arrojaría en aquel extremo de la ingratitud que consiste en desconocer el beneficio, sino aún en el más horroroso de que no parece tuvieron idea los maestros de la filosofía moral, cual es convertir en propia ofensa los más brillantes rasgos de la beneficencia y hacer de la prueba menos equívoca de un amor verdadero, otros tantos argumentos de la aversión y el odio. Y tal es el abismo en que nos veríamos los hijos de esta provincia, si no hubiera ftlguno que hiciese, a lo menos, el amago de combatir la falsa idea del odio de un ministro que tanto la ha favorecido, y de que yo, aun siendo el ínfimo de todos, voy a precaverlos, presen~ tando las pruebas de su falsedad en los más señalados beneficios de su amor. Primera Prueba Erección de este virreinato y carácter del actual virrey [40 J Es tan especiosa y eficaz la prueba que se toma de los dos mencionados capítulos que no hay hombre capaz de descono– cerla. A la verdad, cuando esta Ciudad de Buenos Aires no tuvie– ra otro argumento de la beneficencia del ministro que el deber a su vasta penetración, dirigida por el celo de los intereses del rei– no, el beneficio del nuevo virreinato, con el honor de ser su ca– pital ¿podría dejar de conocerlo como el primer móvil de su glo– ria y verdadero artífice de su felicidad? Lo cierto es que, aun cuando alguno de sus individuos fuese tan insensato que se mos– trase como insensible a tan sólidos y visibles intereses, debería despertarlo de su profundo letargo el ruido mismo que metió la Ciudad de Lima desde que, con la erección de este nuevo virrei– nato, se le arrancaron de las manos de su dominación las más ricas provincias del Perú. Sus gritos fueron demasiado clamoro– sos para que dejasen de percibirlos los oídos más distraídos, y su resentimiento con golpe tan mortal, lejos de salvar las aparien– cias del disimulo, hizo como gala del furor en que la precipitó, y por cuyo medio descubrió a todo el mundo la grande herida que había recibido. [41] De suerte que el menos instruído en los intereses de aquella Capital, precisamente, ha de reconocer que las sangrien-

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