Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo
126 MIGUEL MATICORENA ESTRADA sipa en quejas y arroja, por medio de sus declamadores, los más violentos gritos contra la constancia incorruptible del ministro que despreció, generosamente, éstos y otros últimos esfuerzos de su moribundo lujo, esta Provincia del Río de la Plata y todo el Rei– no del Perú lo colmaron de bendiciones y besaron su mano por haber roto las cadenas que las hacían gemir bajo de tan tiránica codicia y comunicándoles, en la erección de este virreinato, fran– queza de su mutuo comercio y abolición de los repartimientos, aquel espíritu vivificante que, animando todos los miembros de su cuerpo, los preservará de la ruina que les amenazaba, y los ha– rá florecer, sin perjuicio de la justicia cuya gloria hará inmortal su nombre en la sucesión de los siglos y reparará con infinitas ven– tajas los vanos e injustos tiros que S€ le han asestado. Tercera Prueba Extinción de la Compañia de Caracas [74] Sin embargo de que, por no hacer interminable este ca– pítulo, he omitido otras muchas pruebas que desmienten aquella aversión y odio contra los americanos, he insinuado el expresado lugar, no tanto por deducirse de él una eficaz confirmación de la falsedad de semejante impostura, cuando por ser la Provincia de Caracas correspondiente a esta nuestra América meridional. [75] Mucho más de cincuenta años hace que se estableció en aquella provincia una Compañía de comerciantes españoles que, engrosándose extraordinariamente desde sus principios, se hicie• ron dueños absolutos de todo el comercio de sus más apredables frutos. Cebada su codicia con las utilidades que reportaban; de" clinó presto en tiranía, y los infelices caraqueños quedaron slii otro arbitro que el de entregar sus frutos a la Compañía por los más bajos precios que ésta les prescribió. Sus quejas fueron inú.i tiles porque el poder de sus opresores las ahogaba en su misma cuna, hasta que, creciendo de día en día su miseria y viendo que el sudor de su trabajo sólo fertilizaba el terreno de sus tiranos, sa– cudieron su pesado yugo con sangrientos estragos que hicieron ge– mir a la misma humanidad. Fue necesario que la autoridad del soberano metiese la mano de su poder para apagar aquel incendio Pero dejando susbistente la causa de tanto mal, fue de corta du– ración el lenitivo y volvió el fermento de la codicia a corromper
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