Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo

134 MIGUEL MATICORENA ESTRADA político de la sociedad. Como los soberanos, al fin, son hombres, y sujetos como los demás al imperio que ejercitan las pasiones en el corazón humano, pueden tal vez ofuscando las luces que reci– ben de lo alto, abusar de su autoridad y traspasar los límites de su poder. El supremo ser que los autoriza no les dió en partición el don de la infalibilidad, cuya prerrogativa se reservó para sí co– mo un gaje de su infinita sabiduría y bondad. De aquí es que los soberanos, sin embargo del sagrado carácter que los eleva so– bre los demás hombres, son capaces de hacer leyes injustas y ex– pedir órdenes contrarias a la justicia que los rige. [89] Por otra parte, los hombres, sometiéndose al poder de un soberano, ya sea elegido por ellos mismos o constituído y au– torizado por Dios para su gobierno, no pudieron jamás profesar ni rendir su obediencia a sus injustas voluntades. Este sacrificio sería una formal prostitución del don precioso de su libertad y una criminal sustracción de la voluntad divina, a la cual ninguna subordinación en la tierra puede, en algún modo, perjudicar; por– que la sumisión a la potestad criada sólo se entiende respecto de aquella cosa que no sea opuesta a la voluntad del Criador, y por tanto, cualquiera orden y precepto del soberano, contrario a la ley natural y divina, puede y debe arrojarse, sin perjuicio de la obediencia y fidelidad debida. Esta máxima ni la antecedente no degradan, en lo general, los fueros de la soberanía temporal, ni menoscaban, en lo particular, la autoridad de su potestad supre– ma, para cuya inteligencia se debe tener presente: [90] Lo primero, que la fuerza de una orden o ley del sobera– no legislador no consiste, formalmente, en la justicia, sino en la autoridad del que manda, esto es, que la obediencia debida a la ley no está vinculada a la justicia de la disposición, sino a la au– toridad del legislador. Porque aunque es verdad que la ley, para ser tal, dege ser justa y fundarse en razón sólida, desde el punto que fué expedida forma una obligación absoluta y exige una pun– tual ejecución, no por causa de las razones que dieron mérito a su expedición, sino por respeto a la autoridad del superior que la expide. De otro modo, los edictos y ordenanzas de los príncipes s€ confundirían con los dictámenes de los teólogos y pareceres de los jurisperitos, los cuales tienen también la fuerza de la razón en que se fundan. Y nada sería más absurdo como el que los parti– culares se considerasen con derecho y autoridad para examinar las leyes y no observarlas sino después de su aprobación, por-

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