Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo
136 MIGUEL MATICORENA ESTRADA [93] Y lo tercero que, aunque muchas veces se suscite la du– da entre los súbditos acerca de la justicia del mandato, se debe en semejantes casos deponer, para proceder debidamente a su cumplimiento, por las razones por las que, en buena teología, cual– quiera que obra con conciencia dudosa, esto es con duda de si es justo o injusto lo que va a ejercitar, peca como si obrara con co– nocimiento cierto de su injusticia, por faltarle el dictamen prác– tico de la licitud de su acción, en que consiste la regla inmedia– ta y próxima de su conciencia. De donde se infiere que, cuando urge el precepto de obrar, esto es cuando no se puede dilatar su cumplimiento, no sólo no se peca si se ejecuta, sin embargo de subsistir la duda de la injusticia del mandato, porque la obedien– cia que éste exige, obliga a que se arroje y deponga todo lo que la retarda, oponiéndose al cumplimiento. De lo contrario, peca– ría, aun haciendo lo mismo que se le manda, no ya contra el pre– cepto humano que observa, cuanto contra el divino y natural que posterga y le defiende toda operación con conciencia dudosa. Por tanto es preciso deponer toda duda que voluntaria o involuntaria– mente se suscite sobre la justicia del mandato, haciendo para es– to valer que la presunción, en semejantes casos, está a favor del que manda, porque el príncipe recibe con más abundancia las lu– ces del Cielo para el régimen de los pueblos que la Providencia le ha ecomendado; que él sabe y penetra mejor todo el encadena– miento de los negocios; que ve todo lo que nosotros vemos y mu– chas cosas que se nos esconden, porque especula de más alto y es más dilatada la esfera de sus conocimientos. A todo lo cual es consiguiente la necesidad de renunciar a nuestro propio juicio y preferir el del soberano, para rendir a sus mandatos la debida obediencia. [94] No quiero pasar adelante sin copiar una bella reflexión del grande jurisperito de quien hasta aquí me he servido como de guía y no perderé de vista en lo que me resta. Si el corazón del hombre, dice, está tan profundamente escondido que sólo Dios puede descubrir sus secretos, el de los príncipes, en particular, es un abismo que ni la sagacidad de los propios hombres es capaz de sondear. Sucede con las acciones lo que con los grandes ríos cuyo curso ven todos aunque los más ignoren su origen. Para co– nocer un grande río, no basta que pase por nuestra vista ni el que veamos que sus aguas son claras o turbias, o que seamos testigos de sus mudanzas, ya cuando agitadas sus ondas, traspasen sus ri– beras o tranquilizadas, se contienen dentro de su cauce, o ya cuan-
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