Los ideólogos: José Baquíjano y Carrillo
JOSE BAQUIJANO Y CARRILLO 139 los primeros conocimientos, cuando yo renuncié a m1 JUICIO, no los comprendí en esta renuncia, por no ser verdaderos juicios. No así de aquellas cosas que por sí son buenas o malas, según las circunstancias en que se consideran, porque como esta diferencia no se puede hacer sino por medio del examen y después de mu– chos razonamientos, semejantes conocimientos participan de la ra– zón de verdaderos juicios; y yo puedo no solamente, respecto de ellos, someter mi juicio al de algún otro, sino que, en la renuncia que hubiere hecho de ése, se comprenden como tales dichos cono– cimientos. [100] Por esta razón, cuando el soberano me mandara algu– na cosa mala y viciosa de esta naturaleza, yo debía obedecerla, pues no puedo rehusarle la obediencia sino juzgando de su man– dato, y no debo juzgar de él después que he renunciado a mi pro– pio juicio y sometido mi entendimiento al suyo público. Yo soy, pues, obligado a obedecerle y puedo hacerlo sin escrúpulo algu– no, pues que el mal que contiene su mandato, sólo puede estar de parte del que manda, y no de parte de quien obedece. Mi obe– diencia, lejos de ser pecaminosa, es al contrarió laudable y merito– ria, porque una acción sólo es viciosa cuando el que la hace la cree o debe creer que es viciosa. Yo no debo tener por tal lo que es orden de mi soberano, cuando no me es permitido juzgar de su resolución. Y para decirlo de una vez, no debo yo obrar como hombre que juzga, sino como súbdito que no examina ni debe exa– minar y que, por consiguiente, no duda ni debe dudar de la jus– ticia de lo que hace. Todos estos principios son inconcusos, se– gún la más sólida y verdadera teología, capaz por sí de arruinar las más de las indicadas objeciones. [101] A la verdad, la autoridad de nuestro soberano para im– ponernos aquellos derechos, es incontestable, según se demostró por el primer principio, y no lo es menos la necesidad de nuestra obediencia a las órdenes relativas a su ejecución, como lo mani– fiestan el segundo y tercer principio, cuyas constancias máximas nos cohiben cualquier duda que se suscite sobre su justicia y nos obligan a que, renunciando a nuestro privado juicio, demos al pú– blico de nuestro soberano aquella preferencia que fije el dictamen práctico y directivo de nuestra conciencia. Y ¿qué se puede opo– ner contra esto que no sea una quimera o ilusión, propia del es– píritu del libertinaje que tanto abunda en nuestro siglo, e inca– paz por su naturaleza de conmover los sólidos fundamentos que afianzan la debida sumisión y obediencia?
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