Los ideólogos: José Faustino Sánchez Carrión
362 AUGUSTO TAMAYO VARGAS - CE:.SAR PACHECO VELEl euando la recompensa ha de pender de informes secretos, y no pre– cisamente de la realidad de aquéllos? El objeto de toda sociedad no debe ser otro que conservar y proteger a cada individuo sus derechos, por medio de la voluntad inalterable de las leyes, y no por capricho, ni aun por medio de la probidad de los gobe1·nantes. La libertad o las facultades del hom– bre en sociedad no pueden ser limitadas sino por leyes y fórmulas prescritas por éstas, y cuya observancia no sea un misterio a nin– gún asociado. Toda práctica contraria es perjudicial e injusta pues haría que la libertad del individuo dependiese de la voluntad de los funcionarios y no de las leyes. Cuanto más públicos sean estos medios más seguros estarán los ciudadanos de toda violencia, y más detestada será la práctica abominable y ruinosa de conceder a los generales la facultad de obrar ocultamente y sin que les contengan las leyes ni la pública censura. Leyes y libertad ¿no suponen ideas en oposición manifiesta, con todo informe secreto que ha de servir para que en su virtud se haya de conceder un premio o un castigo a un ciudadano? Mientras los negocios que interesan a los ciudadanos se deci– den por informe, jamás aquéllos podrán combatir la impostura, y hacer triunfar la verdad. Su situación será comparable a la de viajeros, que en medio de una noche tenebrosa son asaltados por enemigos muy temibles, cuyos golpes no pueden parar sino a la casualidad, porque ni distinguen la mano de donde parten, ni el rumbo que se ha de tomar para evitarlos. El uso en que se hallan todas las naciones cultas de hacer públicamente justicia, ha nacido sin duda del convencimiento de que juicios de otro modo no podían ser conformes a la equidad y a lo que dicta la razón. Ha nacido de la necesidad de dar un apoyo al d 'bil contra el poderoso, pues la publicidad contiene al magistrado, evita la multitud de delatare falsos, inspira confianza a] ino ente y eleva las funcione de tod~ dase de magistrados. En vez de informes secretos, debió haberse establecido un cen– sor muy severo, que orno en Roma velase únicamente en todas las decisiones y conducta de los funcionarios, por lo cual es forzoso que todas sus determinaciones sean públicas. Ningún funcionario podrá ad uirirse la estimación y confianza de sus conciudadanos, a no ser por la conducta y la abiduría de sus juicios: y ¿cómo podrá graduarse ésta ni aquella cuando las decisiones recaen en virtud de fundamentos expuestos clandestinamente? ¿Cómo es po– sible que fuese estimado un mini tro tan poco delicado, que e res– petó tan poco a sí mismo, y qu necesitó acudir al seer to para
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