Los ideólogos: plan del Perú y otros escritos
460 MANUEL LORENZO DE VIDAURRE nuestro continente y declararemos la guerra a su comercio. Se tendrá por especie de contrabando toda mercancía francesa, y su tráfico sufrirá un golpe decisivo. En lo político, jamás valió nada la humildad, la resig– nación, el abatimiento. Yo no hago más que indicar las grandes ideas, dejando su desenro- 1lamiento para unos republicanos ilustres en conocimientos y patriotismo. Yo no pinto como Protógenes: todas mis obras son inexactas; dejo el pin– cel en el momento que comprendo pueden ser entendidos mis juicios. Un estilo hermoso encanta y atrae; recojan los jóvenes las flores y adoTnen sus ramilletes, ésto no es propio de mis años, mis dictámenes participan de las arrugas de mi cara, no me extiendo en ninguna materia: lo didáctico es prohibido cuando se trata con personas que exceden en luces. Es por esto que casi superficialmente he tratado de dos grandes cuestiones. Primera: que para vivir tranquilos y felices no nos conviene reyes en nuestra Con– federación. Este pensamiento me indujo al segundo. Tampoco conviene que a nuestros Estados se acerquen los europeos. Aún no es bastante pa– ra la tranquilidad. Este Congreso debe fijar las leyes sobre límites. TERCERA LEY GENERAL Montesquieu creía que mientras hubiese dos hombres sobre la tierra, ellos disputarían sobre linderos. Casi todas las guerras tuvie– ron este princ1p10. SeTÍa molesto formar un cuadro de las disputas de la Grecia; lo sería también el contraernos a las de Europa. No– temos no más como de paso, que la gran revolución del Universo comenzó en 1794 por las disputas que tuvieron sobre límites José II y la Repúbli– ca de Holanda 22 . No se pudo en conferencias esclarecer lo que correspon– día a las provincias bátavas y bélgicas, y se empezó a oir el trueno de Jú– piter devoradoT. Lo evidente es que cuando por el Tratado de Utretch, pareció que la paz había de ser eterna, los límites de unos cortos terrenos encendieron el fuego de la guerra con mayor vehemencia que cuando se disputaba la sucesión del trono de España. Cerremos el templo de J ano, fijando para siempre nuestros límites. Luis XIV, se gloriaba que con la elevación de su nieto no habría más Piri– neos. ¡Cuántas guerras sangrientas no hubo después! Los ejemplos nos han de servir de brújula para evitar los escollos. Sean nuestros linde– ros ante todas cosas establecidos, y reco·nózcase términos más sagrados que entre los romanos. Un dios fingido protegió allí las propiedades: el Dios verdadero las protege entre nosotros. 22 El gran defecto del tratado de Aix-La Chapelle, fue no señalar los línderos de la América contentándose con la cláusula: Las cosas serán en el estado que estuvieron o debieron estar. Aquí estaba la guerra anunciada.
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