Memorias, diarios y crónicas

386 IGNACIO ALVAREZ TllOMAS su alma y creído que no existía solidez sino en la región del mal". Rosas nada funda, nada anuncia para lo futuro. Su mérito consiste en la perseverancia de un carácter firme para arrostrar todas las dificultades, y en no perdonar medio alguno para ejercitar la tira– nía, por reprobado que sea. Su único placer es contemplar hasta dónde puede llevarse la degradación y la mofa de sus semejantes. i\Iientras que ninguna ley existe, él se hace llamar pomposamente restaurador de ellas, padre de la patria, héroe del desierto, etcétera, etcétera. En sus escritos aparecen profanados los nombres de liber– tad, seguridad, prosperidad, humanidad y demás adjetivos como sig– no de la más torpe ironía. El quiere que todos se ocupen de su persona, mientras que, como el Gran Lama, es impenetrable a la vis– ta de los profanos. Obliga a que todos usen bigotes; que lleven al pecho su retrato, que éste pasee las calles en carros triunfales tira– dos por las damas envilecidas, y para colmo del oprobio, los minis– tros del santuario lo colocan en los templos al lado de la Divinidad. Su vida es un lodazal de sangre, en donde se amontonan todos los crímenes has ta el del incesto ... La historia lo diseñará en toda su deformidad, y no olvidará tampoco a los hombres sin corazón que han propendido a esclavizar su patria. Un o rden de cosas semejantes debería excitar, cuando menos, la compasión de todos los gobiernos regulares de la tierra para des– deñarse de tratar con el dictador permanente de un pueblo culto, reputándolo fuera de la ley pública de las naciones. Empero, tan lejos de esto, ellos acreditan cerca de su persona los agentes oficia– les que la práctica establece y lo que es intolerable, la Gran Breta– ña mantiene con el carácter de ministro plenipotenciario un viejo intrigante que se mezcla no sólo en los negocios domésticos sino también en los crapulosos manejos del tirano. El ha sostenido y ayudado en sus apuros con mengua de su alta categoría, y ha sido el móvil principal de la mixtificación de la Francia en su bochor– noso tratado que la ha cubierto de un eterno baldón. Su nombre es el caballero Mendeville. Las repúblicas continentales a pesar de la identidad de sus principios y de la gratitud con que deberían corresponder en su aflicción al gran pueblo que con su sangre y tesoros ha contribuido a la independencia de que gozan, son frías espectadoras de sus do– lencias en la lucha de la barbarie contra la civilización. Ellas que pueden encontrarse en idéntico caso deberían ser más avisadas y cautas. Basta ya de reflexiones que aunque parezcan ajenas en estos

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