Memorias, diarios y crónicas

396 JUAN JOSE ALCON tiéndose rápidamente el fuego hasta éste, se incendió toda la pól– vora que contenía, y causó en su explosión un grande estruendo. Estremécese toda la ciudad; desplómase parte de aquél, y de los inmediatos edificios; oprimen sus ruinas indistintamente a los leales presos y a los rebeldes opresores; acude el pueblo sorprendido y curioso a la plaza; y una voz aleve, una voz inhumana y sangrien– ta apellida de repente: traición, traición de los realistas... Este fue el grito de muerte, y la hora de los malvados. Infla– mada la multitud se arroja precipitada sobre las prisiones; cada uno, como león irritado y furioso, se abalanza sobre su presa, la despe– daza y la devora. De tantas inocentes víctimas ninguna se salva; todas perecen con mil muertes distintas, a cual más bárbaras y atroces. . Algunos patricios, la mayor parte europeo~, todos españoles de la primera distinción: ni la memoria de sus beneficios, ni el sacrifi– cio de sus caudales, ni las tiernas lágrimas de sus hijos y esposas, ni los sagrados vínculos de la naturaleza y de la amistad, ni una virtud en fin sólida, pura y acrisolada en cuarenta años de residencia, libró a ninguno de las impías garras de aquellos tigres cebados y sedien– tos de humana sangre. Arroyos de ella corrían por la plaza entre los mutilados y pal– pitantes cadáveres; y en su terrible presencia los excecrables caudi– llos, estos dignos héroes de la independencia del Perú, con la copa a los labios mezclada de licor y de sangre, y con el rojo y aún caliente puñal en la mano, se disputaban, como fieras hambrientas, un saqueo de seiscientos mil pesos. Nada restaba ya: el plan estaba consumado, la patria triunfaba, y la desdichada Paz era libre. Un rumor vago de la aproximación de las tropas del Rey, dis– persó repentinamente a los sediciosos; y casi avergonzados, aunque no satisfechos los rebeldes de sangre y de pillaje, abandonaron la ciudad a su discreción, y se retiraron al Desaguadero, desde donde por sus comisionados iban continuando sus depredaciones. Penetrado el General de la infeliz situación del resto de aquel vecindario, ordenó al comandante de la vanguardia, Saravia, que avanzase sobre La Paz; y situándose en su Alto, la introdujese una o dos compañías de guarnición con la expresa orden de no tolerar el menor desacato contra la tropa, ni las armas del Rey; y de pasar en el acto por ellas a cualquiera que osase insultarlas, como en efecto se verificó con tres de los más obstinados.

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