Memorias, diarios y crónicas

DL\RIO DE LA EXPEDICION DEL l\fCAl.. DE CPO. JUAN RAl\lIREZ 429 servidumbre. Dispénsese esta expresión, pues quiero hablar más como hombre que como general. La dilatada guerra que asola nuestro continente; la con&tancia y resolución de sus habitantes; el estado presente de la España, el de las provincias del Río de la Plata y demás del continente, la garantía inglesa en favor de nuestro sistema; en fin la utilidad común de españoles y americanos, debe por un momento suspender el juicio de vuestra señoría y darle lugar a reflexionar cuánto conven– dría acabar la guerra por estipulación y no por las armas. No es el temor quien anima mi expresión: la humanidad es quien me lo inspira; podemos ser desgraciados, pero también felices; advierta vuestra señoría cuánto se pierde por uno u otro lado por sostener una opinión. Dicho así porque la de vuestra señoría casi varía en cada campaña; pues es constante que ayer exponía vuestra señoría sus armas y vida por sostener la constitución, y hoy la sacrifica por destruirla. Bueno está que se queme este libro pernicioso; ¿pero quién nos relaja el juramento que las autoridades mismas nos obligaron a hacer para cumplir con sus principios? Bueno está que nuestro monarca hubiese firma– do el decreto en su prisión; pero ¿quién le da validación, coacto por el pérfido Napoleón? ¿No se advierte que este impío quiere destruirnos por la maniobra de su política sombría? Vuestra señoría no debe ignorar los partidos que en la Península se han fomentado entre constitucionales y realistas; y que hecha presa la metrópoli del primero que la ocupa, presenta la imagen más dolorosa que la ruina inevitable de nuestra madre la España, que sucumbirá al fin a las miras del tirano, como todos nosotros al Porteño, después de la derrota del señor Pezuela que actualmente publica la fama. Abramos los ojos, señor general, tratemos como hombres, y no como enemi– gos. Porque doy de caso que vuestra señoría concluya con nuestro ejército: que tome la capital; que el cuchillo y el suplicio devaste nuestra provincia; que ufano proclame las glorias de su triunfo: ¿Acaso la América se ha pacificado? ¿Volverá el antiguo orden de cosas? ¿El español y el americano se hermanarán para siempre? El ejemplo de las provincias beligerantes, ese fuego inextinguible, su constancia sin igual, y la rivalidad que se acrecienta, hacen ver que son inútiles los conatos de la fuerza, que los ejércitos sólo dominan en el terreno que ocupan, y que los corazones aunque tímidos en el instante, conservan en su interior otra esperanza. Y ¿qué remedio para una pacificación general? No encuentro otro que el de la pluma: la espada, lo repito, triunfa en el momento y languidece luego. Si somos hijos de un padre común; si nuestra sangre es la vuestra; si la América es un don del cielo; disfrutémosla juntos: calmen los odios, cesen los disturbios; un feliz y eterno abrazo sancione nuestra amistad, unámonos para concurrir a nuestra felicidad, y queden olvidadas para siempre la tirana política y miras de gabinetes, en favor de nuestra común suerte. Si estas reflexiones, reduci– das según la extensión que merecen, no conmueven a vuestra señoría y persiste en su opinión hostil y beligerante, le protesto delante de Dios y los hombres, no soy responsable a las tristes consecuencias de la guerra, que yo, ni mi provincia no declaro, sino sostengo la que se me hace desnuda de todo principio. Más dijera a vuestra señoría si su atención estuviese dispuesta, como lo verificaré siempre que esto se concluya por una entrevista o por la pluma, y no por la

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