Memorias, diarios y crónicas

512 JUAN ISIDRO QUESADA la caballería enemiga, una parte de mi regimiento se reunió y se sostuvo como 4 o 5 minutos, pero luego que nuestra caballería fue rechazada por la infantería realista, nos dispersamos, y yo fui hecho prisionero del otro lado del pueblo de Sipe-Sipe. Permítaseme recordar a un valiente soldado que era mi asisten– te. Este soldado desde el momento en que se dispersó el regimien– to, se me unió con unos diez soldados de mi compañía, y estos valien– tes dispuestos a sacrificarse por mí, me acompañaron hasta el otro la– do del pueblo indicado. No pudiendo ya caminar más, a causa de mi debilidad, por la sangre perdida, les dije que se salvasen, que yo no los podía seguir más tiempo. En efecto, la tropa, viendo mi triste estado, me dijo: "adiós, mi teniente". Pero Castillo, que era mi asistente, me dijo: "yo quiero morir con usted, mi teniente; yo no lo abandono". "Eres un temerario, le dije. ¿Qué ventajas sacas tú de ser víctima por mí, cuando ves que no puedo caminar? Vete, yo te lo mando, no quiero que sigas la suerte que a mí me esté reseivada. Vete, le repetí; obedece y márchate". Este valiente soldado me abrazó y se despidió llorando; pero a cincuenta pasos de donde yo me hallaba, se paró, y desde allí con otros seis soldados más de mi compañía, hicieron pagar a un caro precio a los primeros que se me aproximaban. Pero al fin ellos tu– vieron la misma suerte que yo, pues todos fueron hechos prisione– ros por su tenacidad en quererme salvar. Cuando me tomaron prisionero, sufrí los mayores tormentos, pues de un momento para otro, pasaba de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida, en medio de una turba desenfrenada de sol– dados que no respetaban a sus oficiales. Así fue que me desnuda– ron completamente, habiéndome roto la frente de un culatazo y dos bayonetazos que me dieron en las manos. Todo esto después que me desnudaron. En este estado me llevaron al depósito y en el momento que mi asistente Castillo me vio en este estado, se sacó el capote que lo tenía atado sobre la mochila y con él cubrió mis carnes. Esta fue la conducta de este virtuoso y bravo soldado, la que estará grabada en mi corazón hasta que deje de existir. Luego que llegué al punto donde se estaban reuniendo todos los prisioneros, me encontré con los capitanes Rafael Pérez y Pedro Ormida; los tenientes Francisco Alvarez, Pedro Galán, N. Beltrán y José D. Graña; y los alfereces Antonio Pereyra, José Corrales, Juan Salas y Tomás ~luñiz. Todos éramos del 9, incluso el teniente pri– mero Fernando Terraza, que llegó mucho después, y José Guardia.

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