Memorias, diarios y crónicas

520 JUAN ISIDRO QUESADA pegado a usted la patada, no es hombre, es un canalla para quien es desconocido el honor y la vergüenza". Viendo Lira que me iba en sangre, mandó traer tres varas de género blanco; y él mismo me vendó nuevamente la herida. Al poco rato de este suceso, nos condujeron a un cuartel que se hallaba en la misma plaza, separando a los soldados de nosotros. En esta ciudad permanecimos ocho días sin ser vistos de nadie más que de los oficiales de la guarnición que nos habían conducido hasta este punto. En este tiempo curé de mis heridas y quedé en aptitud de poder continuar mi marcha hasta la ciudad de Lima, a donde nos conducían. El último día de nuestra estadía en esta ciudad, se presentó el comandante del batallón de Verdes, con tres herreros y un saco lle– no de esposas: nos hizo formar, y principió a separarnos de dos en dos, y ordenó que nos remachasen las esposas en el orden en que él nos había colocado. A mí me tocó por compañero el capitán de granaderos del regimiento No. 6 don Eloy Favordo. Luego que se concluyó esta operación que no dejó de sernos algo incómoda, se nos ordenó, que el día siguiente debíamos marchar para La Paz. En efecto: el día siguiente marchamos acollarados de dos en dos, tanto los oficiales, como nuestros soldados. Al salir de nuestra prisió n, fuimos nuevamente insultados por el pueblo; y un gran número de plebe que nos seguía hasta un cuarto de legua de \a población. No– sotros creímos que este populacho era dirigido po r alguien, porque notábamos que cuando no continuaban con los insultos que nos prodigaban, salía una voz que los animaba, volviendo a reproducir los mismos gritos y las palabras obscenas con que nos regalaban a cada instante. Por fin, se terminó ese amable acompañamiento, de– jándonos seguir tranquilos nuestro camino con la tropa que nos conducía. Felizmente esta tropa se había acostumbrado a mirarnos con algún afecto, y muchos de entre ellos nos decían que sentían que la canalla que nos había insultado , no se viesen algún día, como en el amargo momento que nos habían hecho pasar. Estos nobles sentimientos de la mayor parte de la tropa, nos dejó entre– ver que nuestros conductores nos tratarían con más lenidad, que lo habían hecho los dragones de San Carlos. En los cuatro días que duró nuest ra marcha has ta el lugar lla– mado Panduro, no tuvimos ningún contratiempo, ni menos recibi– mos insulto alguno entre las diferentes poblaciones que teníamos que atravesar. Al contrario, cuando llegábamos a estos pueblos, los

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