Memorias, diarios y crónicas

522 JUAN ISIDRO QUESADA cuanto me sea posible por aliviar sus desgracias, y ahora mismo voy a mandar que les quiten a ustedes las prisiones que les han puesto, pues ellas no sirven sino para los criminales, y no para los hombres que como ustedes sirven al hábito del honor y Ja decenóa". Al poco rato vimos entrar a tres herreros con el mismo subdelegado, nos hizo quitar las esposas, y nos dijo: "Caballeros, pueden ustedes salir a pasear por el pueblo y a la oración podrán volver a comer, que ya les he mandado disponer una buena comida en mi casa, adonde creo que me harán el gusto de acompañarme". Todos a una voz le respondimos que Je dábamos las gracias y que podía estar seguro que le seríamos tiernamente agradecidos, persuadiéndose que el paso que él acababa de dar con nosotros, no había hecho otra cosa que remachamos prisiones mucho más fuertes que las que nos había quitado. Que estuviese seguro, que nadie de entre nosotros sería capaz de faltar, pero ni menos de pensar en fugarse, que esto se lo respondíamos con nuestras vidas. Este hombre generoso nos estrechó entre sus brazos y nos llenó de dinero y un poco de ropa. El salió y nos dejó en una completa libertad. Nosotros nos reunimos todos en un cuarto, y prometimos bajo nuestra palabra de honor, el no tratar de fugar, mientras este noble caballero nos condujese. Así fue, que con tal conducta, nos hubiera conducido a la muerte, antes que faltar a Jo que habíamos prometi– do y darle un disgusto a tan generoso como digno militar. Después de terminada esta reunión, salimos a pasear por el pueblo. Fuimos obsequiados por los naturales de él, y llenados de los regalos que estos infelices indios nos podían hacer. La mayor parte de estos pueblos eran patriotas; así es, que se compadecían de nuestras desgracias, y en cuanto ellos podían, ali– viaban nuestra miseria. A la oración, nos dirigimos todos a nuestra prisión, o más bien diré, a nuestra casa de alojamiento, puesto que en ella no se vería ningún soldado que nos custodiase. Allí espera– mos al subdelegado, quien no se h izo esperar mucho. Luego que llegó nos dijo: "No pueden ustedes negar que son soldados, y muy acostumbrados a obedecer, y esta sola acción me llena de regocijo. Así, vamos mis amigos, a comer a la casa de su amigo, y no a la de su carcelero". iJuzgad, hombres, las impresiones que producirían en nosotros tales expresiones, y ved si entre nosotros podría haber habido uno solo, que correspondiese con una ingratitud, a un acto de pura ge– nerosidad! Si tal hubiese sucedido; si hubiese habido uno, que tales

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