Memorias, diarios y crónicas

NOTICIA SOBRE SU VIDA Y SERVICIOS 527 llegar a donde están vuestros compañeros, que se hallan del otro lado de aquel cerro, y con lo que os dejo, podéis salir mañana de esta infernal cordillera". Adiós, me dijo y me dejó. Este hombre b ondadoso era natural de la ciudad de Arequipa, que viajaba para la ciudad de La Paz, según él me lo dijo, y yo no me acordé de preguntarle su nombre, por lo que no lo pongo aquí, con no poco sentimiento . Luego que este ángel de mi guarda, me salvó de una muerte cierta, me dirigí al punto que me había indicado; y como a las dos horas de marcha, me incorporé a mis compañeros que estaban prin– cipiando a comer un puchero que habían hecho. Estos se ~orpren­ dieron al verme, porque creían, con razón, que no hubiese podido resistir el frío: pero luego que les dije por qué raro modo me ha– bía salvado, me dijeron que también ellos habían sido reanimados por el vino que este mismo hombre les había dado tan generosa– mente. Este había hecho descargar una mula, y todo el vino que contenían los dos odres, lo repartió entre mis compañeros y nues– tros pobres soldados. La noche que pasamos en la cordillera, sin más abrigo que el que nos proporcionaban las piedras, al lado de las que nos había– mos puesto a cubierto, no fue tan cruel como lo esperábamos. La tempestad calmó, y pudimos dormir con bastante tranquilidad; bien fuese por la fatiga del día anterior, o porque no hizo el frío que esperábamos. Sin embargo, dos de nuestros soldados sucumbieron de frío en esta noche. Al día siguiente al aclarar, emprendimos nuestra marcha para el pueblo de Torata. A las doce de este día nos hallábamos en el alto que dista una legua, de la población. A la media hora de haber acampado en este punto, voJvimos a marchar, pero nuestro camino fue tan agradable, que a no ser por algunos vecinos del pueblo que vinieron a vernos, no habríamos notado el que ten íamos que hacer. De los curiosos que llegaron, unos se condolían de nuestra situa– ción; pero otros, se complacieron en insultarnos, llenándonos de sar– casmos propios de unos hombres infames. Entre los que más se dis– tinguieron en sus insultos, lo fue uno que parecía mulato: y que nos mulateaba a cada paso, y aun llegó su osadía a término de le– vantar el rebenque para pegarle al capitán Pérez; que a no haber sido por un soldado de la escolta que le puso los puntos, tal vez habría conseguido su objeto.

RkJQdWJsaXNoZXIy MjgwMjMx