Memorias, diarios y crónicas

528 JUAN ISIDRO QUESADA Llegamos por fin al pueblo de Torata, en donde creíamos que algo tendríamos que sufrir; pero nos equivocamos, porque en vez de insultos, hallamos una gente hospitalaria que se condolió de nuestra miseria y desgracia: pues la mayor parte de los habitantes, nos trajeron de comer, y ropa para que dejásemos nuestros andrajo– sos vestidos. Con tal acogida, principiamos a olvidar nuestros malos ratos pasados, y aun a creer que no seríamos tan desgraciados; por– que al menos, encontrábamos gentes que nos miraban como hom– bres, y no como a bestias. Al día siguiente al aclarar, se nos trajeron caballos para los ofi– ciales, para marchar a la villa de Moquegua. Así fue que nuestra marcha nos pareció muy corta; tanto por hacer ésta por pies aje– nos, como lo variado y hermoso que nos pareció el valle por donde nos conducían. En todo el tránsito que era de cinco leguas, no recibimos sino muestras de simpatías por los habitantes que hallá– mos por el camino; y todos nos regalaban, o bien nos daban de comer. Señoras hubieron que las vimos derramar lágrimas por noso– tros, como si tuviesen algún pariente. Nunca olvidaré este día. A las tres de la tarde entramos a Moquegua. Todo estaba pre– parado para recibirnos. Un medio batallón estaba formado a la en– trada de esta villa, mucha gente a caballo, muchas señoras aquí nos esperaban; luego que nos vieron, se vinieron sobre nosotros para so– corrernos en nuestra desgracia; pero el batallón formado se lo im– pidió con la voz iatrás! Luego que llegamos al punto donde estaba la tropa que nos esperaba, abrió calle ésta, y nos colocó en medio de ella: luego que estuvimos en este orden, se rompió la marcha con muchos vivas que repetían los muchachos y negros que habían acudido a la cu– riosidad; pero no hubo una persona que nos dirigiese la menor expresión de insulto. Todas las ventanas y balcones estaban llenos de señoras, que unas nos saludaban con un ligero movimiento de cabeza, y otras, las veíamos cubrirse sus hermosos y lindos ojos, con sus pañuelos más blancos que la nieve. Así llenos de demostraciones de aprecio del bello sexo, llegamos a la casa que se nos tenía destinada por prisión. Luego que nos hubieron hecho entrar en ella, la tropa se retiró, pero sin ponernos un solo centinela a la puerta de nuestra prisión o casa. Luego que nos acomodamos, o por mejor decir, depositamos nuestros andrajos en el lugar que cada uno eligió para dormir, sali-

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