Memorias, diarios y crónicas

NOTICIA SOBRE SU VIDA Y SERVICIOS 529 mos al patio; y yo, como más muchacho de todos, fui el primero que salió a la puerta, en donde encontré unos cuantos niños como yo con los que trabé conversación y amistad, al momento, de lo que resultó que éstos me pidiesen pormenores de la batalla de Si– pe-Sipe, y que se Jos di sin ningún reparo. Después de una larga conversación con estos muchachos y de haber recibido los regalos que ellos pudieron hacerme, se presentó el ayudante mayor, o mas bien el mayor del batallón que nos ha– bía recibido y me dijo: "Venga usted conmigo". "¿A dónde me lleva usted? " le dije, y entonces él me repitió: "Venga usted con– migo". En efecto, fui y tomé lo que yo llamaba mi sombrero, y le dije al capitán Pérez: "Me llevan y no se a dónde". Anda, me con– testó éste; no temas por nada de lo que has hablado, porque nada te han de hacer. Marcha, no tengas cuidado. Marché con el mayor que lo era un señor Antonio Velarde, el que me llevó a una casa que ignoro el nombre de los dueños de ella pero que debía ser la casa de alguna persona de distinción de Ja villa. Luego que llegamos a la puerta de la calle, me dijo el se– ñor Velarde: "Entre usted, amiguito". Alentado con tan amable bondad, le dije: "¿A dónde me trae usted, señor mayor?"; y sin contestarme palabra, entró corriendo al patio y gritó a las señoras, diciéndoles: "Ahí está el porteño y no quiere entrar". En este mo– mento vi salir a una respetable señora y dos lindas señoritas todas vestidas de blanco, que me parecieron unos ángeles llenos de belle– zas; y con una voz dulce y como suplicante me dijeron: "Entre usted, caballerito". Me tomaron por un brazo, me condujeron a la sala, y me hicieron sentar sobre un hermoso sofá. Yo rehusaba el hacerlo porque temía manchar éste con mi inmunda ropa; pero conociendo ellas el objeto de mi resistencia, me hicieron sentar por la fuerza, es decir, que me \!-garraron por los brazos y me sentaron. Yo suplicaba a estas señoras que no se aproximasen a mí, por– que mi estado era tan triste y deplorable, que temía que ellas se contagiasen con la peste de mi ropa. Sin embargo de mi miseria, ellas se aproximaban más y me hacían mil preguntas de mi patria, de mi familia y mis padres; a todas las que satisfacía con el mayor gusto. Después de un largo rato que estaba con tan amables señoras, se aproximó el señor Ve– larde y le dije: "Quisiera irme a mi prisión, señor", y sin contestar– me palabra, les dijo a las señoras: "El porteño quiere irse a su pri– sión". Estas señoras me llenaron de regalos, y me despedí de ellas

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