Memorias, diarios y crónicas

530 J UAN ISIDRO QUESADA dejándolas anegadas en lágrimas de compas1on, por verme tan mno y prisionero, y tal vez expuesto a morir en los calabozos de Casas Matas, como me lo decían. El padre de estas niñas, era un bizarro hombre como de cincuenta años, que ya pintaba en canas, de ama– bles modales y de una fina conversación. Este señor me alabó mu– cho; me propuso el quedarme a su lado, pero le contesté, que le daba las gracias y que quería seguir la suerte de mis compañeros fuere cual fuere ésta. " Hay un motivo más de aprecio, que usted se ha granjeado sobre mi corazón. Que sea usted feliz joven, son mis deseos. No quiero pues violentar sus inclinaciones. Adiós" me dijo, y me dio un abrazo. A este hombre le vi humedeciéndosele los ojos, era padre, y ahora que yo también lo soy, conozco cuáles se– rían los sentimientos de su corazón. Después que salimos de esta casa, me dirigía a la de mi pr:i– sión, pero el señor Velarde me dijo: "¿A dónde va usted?" "Voy para el lugar a donde se hallan mis compañeros". "No señor", me dijo éste con un tono un poco áspero. "Sígame usted", y no hice más yue obedecer. Caminamos de la iglesia de la Matriz dos cuadras para el Sur, y doblamos para el Este. Al principiar la cuadra, entró el mayor en la primera puerta de calle que encontramos, y en seguida a la sala de la casa, que estaba a oscuras y me dij o: "Siéntese usted". Cum– plí con la orden que éste me dio, y me senté en la primera silla que hallé más inmediata a mí, que estaba entrando a mano izquier– da, y que la hoja de la puerta de este lado la cubría. Así permane– cí por cerca de una hora, haciendo dentro de mí mismo, una multitud de reflexiones por saber cuál sería el objeto porque se me llevaba allí, y deseando regresar al lado de mis comp añeros de armas y de infortunio. A la hora poco más o menos de estar entregado a mis propias reflexio nes, o í hablar a una mujer con el señor Velarde, y éste ie dijo: "Dile a las señoras que aquí ya está el porteño esperándolas". Como a los cuatro minutos se presentaron siete señoras saltando de alegría, y preguntando: ladónde está el porteño? En tonces salí del éxtasis en que me hallaba, me levanté del lugar en que había esta– '.'.o como clavado, y las saludé. y todas a su vez, me iban abrazan– do y llenando mi afligido corazón, con las expresiones las más cari– ñosas de aprecio para inspirarme confianza; pues que ellas conocie– ron, que me hallaba muy cortado; como que lo estaba en la realidad.

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