Memorias, diarios y crónicas

532 JUAN ISIDRO QUESADA dejasen en Moquegua, si yo quería, a lo que Je contesté que le daba las gracias, porque quería seguir la suerte de mis compañeros, fuera cual fuese ésta. No volvió a hablarme más sobre el particular en otras distintas veces que estuve en su casa. El señor Antonio Velarde era un excelente sujeto, tanto por su educación y modales, como por su carácter alegre y muy jocoso en sociedad. Extraviada mi imaginación con recuerdos tan gratos, en medio de mi infortunio, se me pasaba por alto decir, a qué debí el cono– cimiento o los favores que recibí de esta respetable familia. El día que entramos en esta villa, llamó la atención de todos mi demasiada juventud, y muy particularmente la de esta familia. Así fue que luego que nos hubieron dejado en nuestra casa-prisión, el señor Velarde llevó la tropa a su cuartel, y se fue a buscar a su familia. En la primera noche que estuve en esta casa, se habían reuni– do en ella varios figurones del pueblo, y entre ellos, un señor que tenía todo su vestido bordado de p lata, todo el cuello, bocamangas y carteras del frac. Este señor me hizo muchas preguntas; a las cua– les le contestaba según lo que sabía o había oído decir. Entre otras, me dijo : que nosotros éramos unos herejes; pues que había– mos saqueado el templo del pueblo de Chayanta, y robado la cus– todia de éste. A tan atroz calumnia, no pude menos que decirle, que creía que lo habían engañado, porque lo que él me decía, me demostraba la verdad de esto. Entonces me dijo : ¿y aún tiene us– ted valor para negar un hecho tan público como éste? Bien se conoce que pertenece usted a esa chusma de vándalos. iAh, señor! le dije yo; ¿por qué me insulta usted de un modo al cual no doy lugar? ¿Quiere usted saber cuáles han sido las tropas que han cometido este sacrilegio? Voy a llenar sus deseos; pero espero que me escuche con calma, y advierta que soy un hombre indefenso, sin más amparo que el de Dios, en el triste estado a que me ha reducido la suerte de las armas. Sepa usted, señor mío, que los que han saqueado el templo que me dice, y los sacrílegos que han roba– do la custodia de éste, han sido los soldados que componen el regi– miento de Talavera del Rey. "¿Qué dice usted? " me dijo, llenándo– se de cólera y tomando una silla para pegarme. A esta acción, no hice ningún movimiento de donde me hallaba sentado; pero le dije: "Puede usted pegarme, porque me hallo indefenso, y esto lo autori– za para insultarme; pero si estuviese en libertad, no se atrevería a

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