Memorias, diarios y crónicas

534 JUAN ISIDRO QUESADA porque conocía, aunque era muy joven, la necesidad que había de exagerarlos, después de la derrota que habíamos sufrido en Sipe-Si– pe. Con estos detalles, se conservaba el espíritu patrio, que parecía que quería decaer con la pérdida de esta batalla. Terminada que fue mi comida, me hicieron una cama para que descansase, en el mismo comedor, y luego que estuvo tendida, se retiraron para que me acostase. Yo necesitaba del descanso que el sueño proporciona a los jóvenes de mi edad, pero me había equivo– cado al creer que podría conciliar a éste. Luego que me acosté, mi imaginación se perdía entre mil reflexiones que se me agolpaban a la mente, y a más, extrañaba la b landura de la cama, pues acostum– brado a dormir en el suelo duro, me había atacado una especie de fiebre que me alejaba el sueño. Así estuve por más de tres horas, hasta que al fin tuve que bajarme de la cama, envolverme en mi frazada y echarme en el suelo. Por este medio que me pareció que era el que debía adoptar, pude reconciliar el sueño y me quedé dormido hasta que principió a aclarar. Entonces me levanté del sue– lo y abrí la puerta que caía al segundo patio, y salí a tomar aire libre de la madrugada, sentándome al lado de una acequia que había en éste. Aquí permanecí entregado a mil reflexiones y acor– dándome de mi familia y de la suerte a que la fortuna me había reducido. Tan entregado estaba a estas reflexiones, que yo mismo no conocía que derramaba lágrimas, hasta que me saludó doña Jua– na Manuela y me dijo: "¿Por qué llora usted, amiguito? ¿siente usted algún dolor que lo atormenta? Dígamelo para mandar llamar el médico". iAh, señora! le dije; mi mal es de aquellos que de nada sirven el auxilio de los médicos; pues que éste está aquí en el fondo de mi corazón, y creo que sólo el tiempo pondrá remedio a mis males. "No se aflija usted, me dijo; puede que muy pronto cal– men estas desgracias". Así lo espero; pero aún soy muy joven y creo que Dios me dará valor para resistir los infortunios de mi na– ciente vida. Entonces me tomó de la mano y nos fuimos para la sala; en donde estaba doña Marta y el señor Velarde. A éstos les contó la primera, en el estado en que me había encontrado en el segundo patio al lado de la acequia; y todos a la vez me hacían mil observaciones, dándome esperanzas de un porve– nir más feliz. Yo los oía con interés; pero sus expresiones no cal– maban la agitación en que yo me hallaba; sin embargo, agradecía los nobles sentimientos de esta respetable familia, y traté en cuanto me fue posible de demostrar que estaba un poco más tranquilo. En

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