Memorias, diarios y crónicas

-:-0·1 ICI.\ SOBRE SU Vll)A Y SERVICIOS 541 De este modo se pasaron los ocho días que quedamos en esta villa, llenos de una eterna gratitud a sus vecinos. Los habitantes de la villa de l\loquegua han debido estar muy seguros de que los inmensos favores que nos prodigaron en nuestra desgracia, al paso por ella, no han quedado olvidados, pues tanto en el tiempo que duró nuestra prisión, como cuando salimos en libertad, nuestras conversaciones eran, tributando reconocimiento a nuestros bienhechores y generosos moqueguanos, que nos habían aliviado en nuestra desgracia y miseria. Por fin, llegó el momento de mi separación de la familia Ve– larde el día 13 de enero de 1816 (la que no volvería a ver hasta siete años después). Luego que me trajeron la mula que debía conducirme hasta el puerto de Ilo, y habérmela ensillado un criado de la casa, con todo lo que tenía que llevar, mandaron que éste fuese a esperarme a la casa en que se hallaban mis compañeros. En este ínter que medió por no sé qué incidente de falta de una mula, vinieron a avisar a casa que aún los prisioneros tenían que permanecer dos horas. Con este motivo, se preparó el almuerzo para mí, que fue hecho en un instante, y en cuanto estuvo, me lo pusieron en una mesita en la sala. Luego que t-erminó, me quedé esperando que avisasen para reunirme a mis compañeros. Mientras tanto mi corazón sufría, y sufría del modo más cruel; a cada mo– mento que alguien llegaba a la puerta de la calle, creía que era a anunciar mi marcha y veía a esta familia, que se apoderaba de ellas una agi tación inexplicable. Yo deseaba el terminar pronto aquella ansiedad en que me hallaba para tranqu ilizar mi espíritu tan con– movido por los objetos que me rodeaban. Por fin, llegó el momen– to de mi separación, y aun puedo asegurar, que cuando oí la voz que dijo "ya es tiempo", un sudor frío se apoderó de todos mis sentidos, y aun noté, que me faltaban las fuerzas y todo yo me estremecí, como si me hubiesen atacado las tercianas. Fue tanta mi conmoción, que asusté a la familia porque en aquel momento cre– yeron que había caído gravemente enfermo. Todas las señoras se vinieron hacia mí, para preguntarme si me hallaba enfermo por lo demacrado que tenía mi semblante. "No señoras, no tengo nada, al menos, así lo creo, pues no experimento nada en mi interior que me indique enfermedad, ni dolor alguno". Entonces se calmaron. "iAdiós, señoras! Dios quiera que vuelva a ver a ustedes en días más propicios que éstos. Hasta otra vista", y eché a correr,

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