Memorias, diarios y crónicas

10 FRANCISCO J AVIER MARIATECUI en otra, habiendo ocurrido nosotros a librarlo cuando ya lo había salvado su esposa. Vive esta señora, está instruida de este y o tros sucesos de esos tiempos, y a ella me refiero en cuanto yo expongo, lo mismo que a los señores don Manuel Antonio Colmenares, don Gerónimo Agüero, don Manuel Odriozola, coronel don Pedro To– rres, doctor don Nicolás Garay y demás que fueron o factores o testigos de los hechos, y que por fortuna viven. El norteamericano J eremías no sólo fue propagador de las ideas sobre independencia y obró p or ellas, sino que fue un cons– tante e incontrastable apóstol de la democracia. Era el predicador contra todas las tiranías, con tra todo lo que se oponía a la democracia. Buen americanó, ciudadano de la gran República fun– dada por Washington, nada le arredraba, nada temía, y este arrojo y este sistema de propaganda que lo distinguieron de otros, fueron causa de su prematuro fin. De orden de San Martín y de Monteagudo fue fusilado en la plaza de Santa Ana, sin proceso, sin juicio, ni audiencia, ni fallo de juez competente. Esa funesta y atentatoria ejecución tuvo lugar sin aparato, y de un modo que mostraba que los autores no querían que de ella se hablase, porque estaban avergonzados. Tan precipi– tada y tan inesperada fue, que sólo trataron de deshacerse de un hombre, que, por cuantos medios estaban a su alcance, procuraba oponerse y se oponía a la idea favorita del Gobierno: fundar una monarquía. Con la muerte de Jeremías pensaron los monarquistas que desaparecía t oda idea de República y que era fácil entregarnos a un monarca, como la diplomacia europea entregó maniatada a la Gre– cia, haciendo un pequeño reino de la patria de Milcíades y de Tem ístocles. Del asesinato de Jeremías no se dio el más pequeño aviso ; no mereció que algo se indicase en la Gaceta, como se indicó el cometido con el desgraciado coronel .\Icndizábal, aunque sin nom– brarlo. Quiso este malogrado jefe libertar a su patria del poder opresor que la privaba de sus garantías y se sublevó en San Juan con un batallón. Suponiéndolo reo de ese delito, a que la ley aplicaba la pena capital, sofocada la revolución y aprehendido, debió ser juzgado y sentenciado en el lugar en donde se perpetró el delito. Pero no fue así, y arrestado en Chile y remitido al Perú, en nuestra patria fue ejecutado, sin que hubiésemos los peruanos sabi– do quién lo juzgaba, ni dónde, ni po r qué; y cuando '.\lendizábal,

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