Memorias, diarios y crónicas

28 FRANCISCO J AVIER MARIATECUI ble en esos momentos; y nada se hizo . Difícil sería comprender lo delicado de la posición de los agentes principales de ese plan, y era preciso, a toda costa, salvar a los presos, y hacerlo antes que alguno tuviese la debilidad de confesar lo que sabía cuando fuese interrogado. Los patriotas no desmayaron y se arrojaron en la obra sin calcular las dificultades y los riesgos. Era sargento del batallón de Rodil un mulato nombrado Portocarrero, hermano de otro Por– tocarrero arrendatario de la huerta nombrada Matamandinga, que está a la salida de la portada de Guadalupe. Hombres ambos de inteligencia, de valor a toda prueba y de un arroj o que rayaba en temeridad, se decidieron a salvar al cuerpo que debía dar un gran día al Perú uniéndose a los independientes. El hermano de Lima buscó al militar del Callao, le habló de su plan y éste lo allanó todo. En la noche convenida se tuvieron listos dieciocho caballos que se necesitaban para los siete centinelas de los presos, para el de la prevención, para los siete oficiales presos, y para tres más con quienes se tuvo que contar. El golpe no fue dado en vano, los oficiales salvaron y salvaron los que con ellos salieron de los castillos. Algunos escaparon con sus fusiles y tuve necesidad de hacerles entender que en esa noche entregasen las armas y tuviesen la precaución de sacar de la huerta los caballos y las monturas. De otro modo, todo habría sido perdido. Lo que acaeció después y que fue previsto, lo prueba. El jefe de la empresa fue para los españoles el sargento Portocarrero, y creyeron que en la huerta del hermano lo encontra– rían y con él a algunos de los centinelas desertores. Rodear, sorprender y registrar la huerta fue el plan que estuvo previsto. Antes de que se realizase y de que llegasen los enemigos, ya estuvo sabido por uno que velaba en los techos de la casa y que dio el aviso. Los ocultados se metieron bajo la alcantarilla de la acequia que atraviesa el camino de Chorrillos, de Cabezas para Santa Bea– triz. Los cuerpos de tantos hombres acumulados en la acequia, causaron un atajo y una represa de agua que hizo daños en el primer fundo. Nosotros no lo supimos hasta después, y desconoci– mos el riesgo que corrieron los asilados. Los españoles o ignoraban los daños del atajo o si lo supieron no maliciaron la causa que pudo producirlo. Lo cierto es que retirada la fuerza que rodeó y registró la huerta, sin encontrar hombres ni indicios, volvieron todos a su escondite, de donde salieron la noche siguiente, en que fueron trasladados a la casa de Flores nombrada del Dean, cerca de Juan

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