Memorias, diarios y crónicas

52 FRANCISCO JAVIER MARIATECUI ellos. Los primeros mataron a su vice-rey, los segundos le envilecie– ron y degradaron, si no hubo sangre no fue porque les faltase la voluntad, ni porque la sangre les fuese odiosa, fue porque el siglo no lo consentía. Pero si no derramaban sangre española, derramaron después la americana. Imputaron éstos a Pezuela que no guardaba secretos sobre los planes; que estaba rodeado de personas adictas a la causa de la Independencia, notoriamente tachadas de tales, sabiendo por esto los enem igos todos los planes que se proyectaban. No es cierto que rodeasen a Pezuela personas notoriamente tachadas de adictas a la causa de los patriotas; no es cierto que por éstos supiésemos los patriotas lo que disponía el Virrey. No era adicto a la causa de la América Ossorio, que lo rodeó como su hijo político; no lo eran los Cevallos, de los que el mayor, Coronel de Cantabria, casó con otra de sus hijas; no lo era Lóriga uno de los revolucionarios que pretendía a otra, la ] oaquina, y con la que casó después. l o lo eran los otros españoles como Monet y los que con él hicieron las campañas del Alto Perú. El indicar a lo que aludían esas palabras de adictos a los insurgentes y al origen de ese tonto pretexto para usurpar el mando y dar la explicación de cómo sabíamos los secretos de los españo– les, serán los objetos de esta anotación. Pezuela conocía el mérito del General La Mar, lo oía con deferencia y lo distinguía, mientras que La Serna y Cía. no le tenían buena voluntad y lo miraban de reojo: era americano. Los antecedentes de La Mar eran gloriosos y se había distinguido en la guerra contra Francia; y ninguno de sus generales tenía una hoja de servicios comparable con la de este hijo del continente de Colón. Su conducta era intachable y se buscaba un pretexto con que hacerle la guerra y desacreditarlo, y los patriotas lo dimos para que se enzañasen contra él. Cuando San Martín desembarcó en nuestras costas, recibimos un paquete que contenía comunicaciones que el general del Ejército Libertador dirigía a los jefes americanos que tenían la desgracia de servir en las filas del ejército opresor. Uno de los que recibió un oficio fue el General La Mar, Da. Rosa Campusano lo tomó, y con el pretexto de hacerle una solicitud, le pidió que la oyese en secreto, en lo que convino La Mar. La Campusano dejó sobre el sofá en que estaba sentada, el consabido pliego que el General encontró poco después que la interlocutora se retiró, evacuada su

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