Periódicos: El Pacificador, El Triunfo de la Nación, El Americano, Los Andes Libres, El Sol del Perú
Cuando la Expedición Libertadora desembarcó, en Pisco, el 8 de setiembre de 1820, la noticia se propaló de boca en boca: porque el único medio de comunicación era entones la esporádica y opaca Gaceta del Go– bierno; y, no obstante la gravedad de la situación, el virrey y sus consejeros prefirieron diferir cualquier ·información, y aun prescindir de los bandos o pregones a los cuales se apeló hasta entonces para dar a conocer los acon– tecimientos acaecidos en la península o las providencias administrativas de mayor importancia. Juzgaron prudente aguardar que los agentes virreinales hicieran llegar una fidedigna versión de los hechos y, fundamentalmente , dejar que se manifestaran algunas reacciones populares, para medir así los alcances de la actitud oficial. Después de una dominación extendida a lo largo de tres siglos, las autoridades españolas parecían constreñidas a U1W situación semejante a la que afrontara en Cajamarca la hueste de Francisco Pizarro: pues, así como ésta se guareció en un pétreo edificio incaico, para protegerse de la oscuridad nocturna y de la hostil curiosidad que demostra– ban los indios, mientras llegaba la hora de que Atahualpa hiciera su ingreso a la ciudad; así ocurría también con los sostenedores del régimen colonial, virtualmente aislados en el secreto de las estancias palaciegas, mientras en las calles deambulaba el pueblo que desde hacía tiempo reclamaba la inde– pendencia, y desde el sur se anunciaba el inminente avance de las fuerzas conducidll-$ por el general José de San Martín. Fruto de la inseguridad y el temor, aquel transitorio silencio de los opresores no contuvo la torren– tosa afluencia de la verdad, ni impidió que el alba de la libertad se anun– ciara en todo su esplendor. La buena nueva fue el tema obligatorio de los corrillos que solían formarse en los portales de la plaza mayor; excitó la inquietud de los estudi(ln~es, que en el Convictorio de San Carlos se fami– liarizaban con los fundamentos del buen gobierno y al salir de sus claustros frecuentaban ·el café. de la calle Bodegones, popularm~nte llamado "el men– tidero" porque entre sus parroquianos se contaban locuaces y cautos tras– misores de chismes y opiniones de todo jaez; y ya fuera en el discreto apar– tamiento de los humildes hogares de Monserrate, o en las huertas de La Huaquilla, o en las posadas que c_erca de las portadas urbanas acogían a los viajeros, o · en rincones solariegos oportunamen_te recatados, empezaron a concentrarse voluntades para apelar a las armas y secundar la lucha con– tra el dominio hispánico. De modo ostensible y creciente se manifestó en esa coyuntura el entusiasmo de los patriotas, y la opinión pública rebasó los límites que hasta entonces le impusiera el despotismo. Y a no era posible erigir cercos o muralla& en torno a los pueblos, para evitar o condicionar sus r~laciones con el mundo, y cualquier forma de aisla– miento resultaba ilusoria. Desde los albores del siglo XVIII, el advenimiento de los Borbones había relajado el monopolio comercial; unas décadas más tarde se generalizó la tolerancia del llamado comercio ilícito, debido a los prolongados conflictos que España sostuvo con Inglaterra y la hostilidad que XIII
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