Periódicos: El Pacificador, El Triunfo de la Nación, El Americano, Los Andes Libres, El Sol del Perú

negrada que ansía por la libertad con que la convida el enemigo" (23-X– ,1820). Y, sin contener ya su pesimismo, ante la audaz captura de la fra– gata Esmeralda y la triunfal marcha del general Antonio Alvarez de Arena– les a través de los pueblos andinos, sentencia: "contra la opinión general en favor de la independencia no hay fuerza" (15-XI-1820 ). Tal vez agobiado por la noción de su propia responsabilidad, el virrey Joaquín de la Pezuela reunió sucesivas juntas de guerra, para aprontar opiniones y consejos. Dispuso movimientos militares que debían precaver o neutralizar la temida ofensiva de los patriotas. Pero también invocó, reite– radamente, los designios constitucionales de 1812; y aunque éstos habían sido pronto traicionados, apeló a las promesas contenidas en la magna carta para reclamar la cesación de las luchas armadas. A los tres días de haberse realizado el histórico desembarco, dirigióse al general José de San Martín ( ll-IX-1820 ), para anunciarle que la famosa constitución había sido jurada por Fernando VII y que, hallándose en sus disposiciones una base sufi– ciente para devolver la paz a los pueblos, juzgaba conveniente entablar ne– gociaciones. Luego fue estentóreamente anunciada la juramentación en las principales plazas de Lima (15-IX); el Ayuntamiento emitió sucesivos mani– fiestos, para precisar los derechos que el pueblo debía ejercer en las inminen– tes elecciones de alcaldes (23-X}, y para bosquejar la felicidad que América lograría mediante la unión y bajo el amparo de la constitución (14-Xll); y, por añadidura, inicióse una exégesis política sobre las representaciones que tocaban a los americanos en las Cortes españolas. De modo que la graduada intensidad de los planteamientos programáticos, y sus tensiones antagónicas, eran fases de la guerra psicológica; y como las armas man– tenían a la sazón un relativo reposo, era obvio que su suerte estaba pen– diente de la claridad, la firmeza y la elocuencia desplegadas en la exposición y la defensa de las posiciones dialécticas. En aquella conyuntura advirtió Hipólito Unanue que la independen– cia comprometía "la justa y enérgica defensa, tanto por la pluma como por las armas"; y, reconociendo que "no es bueno soplar con fuerza el hacha de la discordia", agregó que los escritores podían propender a que la guerra fuese "lo más humana posible". Su palabra expresó los objetivos de la razón, tal como lo hiciera al <;ontribuir "a cuantos periódicos se prin– cipiaron a dar a luz en 1791". Pero ya había pasado la hora de la discusión serena: pues, no obstante haber solicitado la apertura de negociaciones y percibir que la independencia era incontenible, el virrey no pensó jamás en un arreglo pacífico, ni en la posibilidad de arriar las banderas imperiales de España. Los hechos demostraban que las minorías dominantes no suelen renunciar voluntariamente a sus privilegios; que los pueblos no deben soli– citar el reconocimiento de los derechos susceptibles de ser conquistados me– diante la voluntad general y la fuerza; y que los hombres de pluma no descartan el uso de las armas, cuando el poder no atiende a las necesidades sociales, escarnece la justicia, y atenta contra la libertad y la dignidad. Era evidente que habían madurado los factores subjetivos de la crisis histórica. Y así como los patriotas habían contenido el ejercicio de las armas, porque esperaban alcanzar resultados satisfactorios mediante la argumenta- XVII

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