Relaciones de viajeros

226 ESTUARDO NU&EZ persuadido, por mi observación, que gran parte de las áridas llanuras de la costa han sido antes pobladas y cultivadas, y troncos secos de árboles se ven todavía en varios lugares. Se conjetura, y pienso que plausiblemente, que el Perú era mucho más poblado en tiempo de los incas que en la actualidad, y que los nativos actuales, teniendo tierra suficiente bajo cultivo para sus propósitos, no se toman la misma pena y gasto para traer agua de su fuente, como los indios antiguos estaban obligados a hacer para que el país soportase ma– yor población. Por otro lado, parece probable haya habido alguna revolución de la Naturaleza que cambió enteramente el curso de las aguas; CO"' mo que en la costa hay varios grandes cauces llamados por los ha– bitantes ríos secos, por donde, sin duda, corrió agua, pero la pre– sente o varias generaciones anteriores no conservan memoria de ella. Uno de estos anchos cauces secos está solamente a dos leguas de las notables ruinas de que he hablado, y el curso de la corriente y la arena por ella arrastrada, son perfectamente discernibles. Puede suponerse, por tanto, que la falta de agua obligó a los habitantes a salir de esta región y emigrar a tierras antes secas pero que el nue– vo curso del agua hizo aptas para cultivo. El camino luego se aparta del mar por un mísero distrito areno– so, mientras el casi intolerable calor solar y el paso lento de los ca– ballos en el arenal profundo, hacen la marcha doblemente fastidiosa. Pasé esta tarde por varios cerrillos de diferentes tintes claros que no puedo explicarme mejor sino suponiendo que los colores provie~ nen de substancias minerales mezcladas con arena: el rosado, azul y verde eran especialmente vivos. Pensé recoger un poquito de cada uno, pero encontré, al separarlo del cuerpo principal, que perdía mu– cha brillantez. El camino luego entra en una fila de altos cerros de piedra con vueltas que la gente de la vecindad llama callejones. Luego se hizo obscuro, y mi guía que, según yo había observado algún tiempo, no parecía seguro de la ruta, por fin declaró no saber dónde nos encon– trábamos; por tanto creí mejor acostarme para pasar la noche que seguir vagando fuera del camino. Desensillando los caballos y atán– dolos a una piedra pesada, única manera de asegurarlos en tales lu– gares dímosles espigas de maíz que habíamos traído y dividí por partes iguales nuestro pan, queso y agua, con el criado y el guía. Me acosté en la silla y me envolví con la capa para defenderme del ro– cío muy copioso

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