Relaciones de viajeros

228 ESTUARDO NU.~EZ ron a aflojar a causa del camino fatigoso que habíamos pasado, y unas leguas más adelante el mío se echó; la situación, por tanto, se hizo sumamente desagradable, J)Ues estábamos a seis leguas del fin del viaje, y parecía imposible que los caballos siguieran adelante. Empecé a mirar huesos de animales esparcidos alrededor con algu• nos sentimientos de conmiseración y esperaba ver cada minuto que mi caballo cesase de respirar. Ni asentí a la propuesta del guía que quería seguir en mula hasta Guarmey y volver con caballos, pues no podía regresar antes de la noche, y tenía ya muestras de su conoci– miento del camino en la obscuridad. Por tanto, resolví, sucediese lo que sucediese, quedarnos juntos y hacer a pie el resto del trayecto. Después de descansar breve tiempo, sin embargo, conseguí que mi caballo se levantase y llevándolo de la rienda para subir una loma arenosa que me cansó excesivamente, volví a montar; el pobre ani– mal hacía eses con mi carga, y no había ido lejos cuando volvió a echarse. Al desensillarlo hallé el lomo horriblemente lastimado, pues mi silla lo había desollado gravemente. Por consiguiente hice que mi criado le pusiera la suya de diferente construcción, y en seguida lo sentí más aliviado, y marchamos despacio. El excesivo calor del valle que acabábamos de dejar había extenuado mucho los caballos por el sol fuerte, sin pizca de aire; pero al ganar la altura tuvimos brisa marina que los refrescó. El camino también era un poco más firme y cuesta abajo. Por fin tuvimos el placer de contemplar el bello valle de Guar– mey a tres leguas de distancia. Era asombroso observar el instinto de los caballos: en el momento de discernir el valle, pararon las ore– jas y adelantaron con brío hacia el pastaje. A las tres de la tarde lle"' gamos a Guarmey marchando las últimas dos millas por callejones angostos, entre cercos de ricos alfalfares a que nuestras bestias can– sadas volvían lánguidos ojos, no habiendo tenido ningún jugo en la boca treinta hor<¿i.s. El pueblo se compone de una calle larga de chozas indias, con dos o tres casas de adobe, una perteneciente al teniente gobernador, viejo tendero respetable que parecía reyecito entre sus paisanos. Cuando le exhibí mis pasaportes ofrecióme bondadosamente su ca– sa, aconsejándome al mismo tiempo no seguir esta tarde, pues la etapa siguiente hasta Casma era también de diez y ocho "leguas mortales". El anciano me brindó hospitalidad muy amable, dándome chupe caliente especialmente hecho para mí, y sacando una botella de jerez añejo, un verdadero tesoro; en efecto, casi la vacíamos, mientras yo relataba las noticias que traía de Lima. Por la noche fui en su compañía para beber té con el cura del

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