Relaciones de viajeros
240 E.S!UARDO NU&EZ trabajo, pues el Gobierno se ha llevado todos los indios para sol– dados. Por el sol muy sofocante y no soplar pizca de aire tierra adentro, marché por la costa; este camino es más largo que el que seguí para ir a Trujillo, pero más fresco y la arena no tan pesada: es cabalgata tristísima con la sola variante de los chillidos de voraces aves ma– rinas, balidos de focas innumerables y el asombroso bramido de las rompientes. Los caballos, aunque tolerables, se aplastaron completa– mente con el calor y obscureció antes de llegar a Culebras, cuatro leguas de Guarmey, donde descansamos una hora. Reanudamos nues• tra jornada, pero la noche era tan obscura por la densa niebla, que era imposible ver los rastros de animal s en la arena, único distintivo entre el camino real y el desierto. El método usual empleado por los viajeros en tal emergencia es encender un cigarro y con la cabeza junto al suelo buscar los rastros. Vagamos bastante tiempo con nues– tros caballos fatigados en médanos vivos hasta que, por fin, saliendo la luna, llegamos a una senda que parecía tomar nuestra dirección. Había hecho que el guía indio montase mi caballo porque el suyo estaba más cansado y él no tenía r ebenque ni espuelas para apurar... lo; él iba pocas yardas delante de mí, con mi equipaje y silla, cuan– do encontró de repente dos hombres en el camino; uno se apoderó súbitamente de mis alforjas y preguntó qué contenían. Les intimé de atrás que dejasen las alforjas y, desembozando la capa, saqué el sable para estar pronto a repeler el ataque esperado; sin embargo, el sujeto que había hecho la pregunta venía hacia mí díjele que se apartase y, al verme preparado para recibirlos, se excusaron dicién– dose de una partida de soldados que había perdido el equipaje; que los demás estaban en el vallecito de Culebras,)y que ellos, mandados a buscar el equipaje, habían perdido la ruta. Nosotros acabábamos de dejar el valle de Culebras y debiéramos haber visto u oído cual– quier grupo de soldados, pues era un simple manchoncito verde con un charco de agua, de modo que, evidentemente, su historia no era cierta. Los dos hombres nos acompañaron un trecho, pero siempre cuidaba de tenerlos adelante, y en llegando al valle de Guarmey pa– recían conocer muy bien el camino y se nos separaron. Los bribones estaban armados, y sin duda sólo el miedo les impidió robarnos. Mi guía indio, que casi no se atrevía a respirar mientras los sujetos nos acompañaron, halló la lengua inmediata• mente que nos dejaron, con la exclamación "¡pícaros ladrones!" Esta noche dormí en casa de mi amiguito hospitalario de Guarmey, donde encontré un conocido suyo, arriero, que iba en la mañana para Pativilca, y convinimos ir juntos. Pedí que los caba-
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