Relaciones de viajeros
RELACIONES DE VIAJEROS 295 vante. Realmente no hay invierno; pero esta estación del año se distingue por la garúa que, tarde y mañana, cae tan abundante que ensucia las calles. Esta niebla, no obstante, se disipa generalmente por los rayos del sol a las diez o las once, y entonces poca dife– rencia se nota en las dos estaciones opuestas. La variación general del termómetro es de 66<:> a 82<?F. a la sombra. Durante la estación de garúas, los altos cerros rugosos que se levantan a espaldas de Lima, se cubren de vegetación y producen un lindo efecto; se llenan de ganado que trepa las laderas escarpadas en todas direcciones. Al aproximarse la estación seca, este verdor desaparece, y exami., nando entonces el suelo, parecería imposible, a juzgar por su dureza y esterilidad, que hubiese existido nunca vegetación. Durante la temporada los indios llevan sus rebaños a pastar en los alrededores de la capital y se efectúan muchos paseos de cam– po a un lugar llamado Almancais, dos millas de la ciudad. Es un valle entre cerros donde la clase media acude en calesas de alquiler para visitar las chozas de caña provisorias de los indios pastores; allí toman leche fresca y una especie de queso cremoso hecho por los indios con leche de cabra. A menudo nos encaminábamos allí en nuestros paseos vesperti– nos a caballo para gozar una linda vista de Lima. Las cúp~las y torres se ven rodeadas de verde follaje, mientras toda la ·ciudad está casi encerrada por los poderosos Andes. En Amancaes gene– ralmente encontrábamos muchos grupos sentados entre los frag• mentas de roca, bailando al son del arpa o cantando con guitarra, mientras se extendía a sus pies la noble perspectiva que he descrip– to rodeada de soberbias alturas verdes cubiertas de ganado ramo– neando. En una ocasión el capitán Prescott y yo, trepamos, con bastante dificultad y fatiga, una elevada montaña cónica, llamada San Cris– tóbal, a espaldas de Lima, donde logramos una vista a vuelo de pájaro de la capital, el Océano y el país adyacente. En el tope halla– mos una cruz hecha de largos maderos de quince o veinte pies de altura, que desde abajo parecía insignificantísima. La perspectiva amplia nos recompensó del esfuerzo para llegar a la cumbre, por· que el país se extendía como un mapa delante de nosotros. La tierra cultivada a lo largo de la costa del mar, tendría seis millas de ancho; luego empezaban áridos cerros, y en los intervalos obser vamos tiritas angostas productivas, y, aquí y acullá, lugarcitos apar– tados como oasis en el desierto: o quizás unidos al valle por una salidita en que serpenteaba el arroyo fertilizante sin el cual todo sería espantoso e improductivo. La vista de la ciudad era demasiado
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