Relaciones de viajeros
:f:STOARDo NU~EZ recordar un fresco que ocupa todo el lado de un muro de la sala de entrada del convento de La Merced. El pintor había representado un gran árbol, cada una de las ramas del cual terminaba en la cabeza de un hermano, que se parecía a una gran manzana pinta– rrajeada de rojo. La ejecución de esta pintura era tan singular, que si se hubiese pagado a un pintor para hacer la caricatura de la Orden, no lo habría hecho mejor. La más grande disolución reina en las costumbres de Lima. Una temperatura cálida, la ociosidad de las grandes ciudades, una educación sumamente descuidada, invitan, sin duda, a satisfacer inclinaciones que todo el mundo comparte, y que, en consecuencia, la opinión pública no puede enderezar. Es así cómo ·entre las perso– nas más ricas se ven pocos matrimonios legales, siendo todavía éstos el resultado del interés o del cálculo que tiende a acomodar a dos familias alejadas o a reunir sus fortunas. Los frailes ni siquiera se dan el trabajo de ocultar sus calaveradas. Muchos de ellos tienen hijos naturales, que ellos los crían en los conventos, sin que nadie trate de criticar esto. Los rostros más púdicos en las mujeres, no son signo infalible de su honestidad. Revestidas de la saya y de la man– tilla, y no dejando entrever de su cara sino el ángulo del ojo, ellas pueden hacer impunemente bajo este dominó cuanto les plazca. Las mujeres del pueblo no ponen freno alguno a sus pasiones. Se las ve bañarse entre los hombres, excitarlos con sus ademanes inequívocos, y probar con todos sus actos que el pudor es una virtud que no ha doblado el cabo de Hornos. Estas libertades en ella no tienen nada que pueda asombrar: la sangre africana mezclada con la sangre americana y a la sangre europea que corre por sus venas, hacen que sean muy naturales las ardientes pasiones que las ani– man. Las mujeres de la clase rica gustan de la toilette y del juego. Se concibe que las mayores fortunas son incapaces para resistir a dos adversarios tan temibles. Se desconocen las reuniones por el placer de danzar o de entre– garse a los encantos de la conversación; las de Lima están consa– graoas enteramente al juego, y la primera educación que se da a las niñas cuando ingresan a la sociedad, es el conocimiento de las car– tas y su mecanismo. Ellas adquieren rápidamente habilidad en ello, y desde este punto de vista, no se puede menos que alabar sus feli– ces disposiciones. Yo he visto niñas con, apenas, diez o doce años de edad, jugando a la vista de su madre, con el envite más fuerte, que nunca es menor de once onzas de oro. Es así cómo, no sin gran desdén, al honrarnos con una partida, se quería disimular nuestra puesta, a nosotros, oficiales de Francia, que al partir de Europa,
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