Relaciones de viajeros
r'.STUARDO NU~EZ nas Cpinnes marines), picos (balanes), veneras (pelerines). Pero aquí eran más numerosos los montículos de arena, más aproximados, mostrando todos una forma constante, redondea– dos como estaban por el lado que mira hacia el sur, y fuerte.. mente sesgados hacia el lado del norte, de manera tal que pa– recían estar formados por las brisas del sur, que soplan ordi– nariamente sobre esta costa. La misma arena era más fina, más móvil y en una capa de espesor mucho más considerable. Los algarrobos, los zapotes y otros vegetales aparecieron en número mucho mayor y más vigorosos, a medida que nos íbamos apro– ximando a las orillas de la Chira. Sin embargo, desde hacía algún tiempo el aguijón de la sed comenzó a hacerse sentir, la débil brisa que nos había acompa.. ñado hasta entonces, ya no refrescaba el aire; el sol, a mitad de su carrera, <lardeaba perpendicularmente sobre nuestras cabe– zas ardientes; nuestros caballos avanzaban muy lentamente, y se detenían a cada paso por la arena movediza, en la que se hundían tan profundamente como para temer tenerlos que abandonar; y a veces, torbellinos de súbitos vientos hacían le– vantar una nube de arena muy fina que nos incomodaba mucho. El aspecto de esta soledad en la que nos rodeaba el silencio de la muerte, al despertar tristes pensamientos en mi imagina– ción, me retrotrajo de un golpe a la época de la conquista del Perú por Pizarra; y al sentir el impacto de la sed que no podía mitigar, pude concebir cuán grande debió haber sido el ardor de este conquistador para no haber retrocedido ante el horror de estas soledades. Y estos compañeros que iban tras de sus pasos por la única pasión de las riquezas. ¡Qué poderosa era, pues, la necesidad del oro que los atormentaba, para hacerles cerrar los ojos ante el hambre y la sed, los que, en estos de– siertos inmensos, debían presentarse a ellos a cada paso, bajo las más espantosas formas! Y sin embargo, nada los detuvo, ni siquiera el horror de verse obligados a beber sangre humana. ¡Auri sacra fames! ... Qué punzante es la idea de que tal fue la divisa que lanzó a los conquistadores españoles al medio de estos desiertos, de los que salieron cargados de oro, pero todos cubiertos de la sangre de las inocentes víctimas que los pobla– ban. ¡Ah!, los guerreros de nuestra amada Francia, en los días de la patria en duelo, que también tuvieron que afrontar las arenas del desierto!, pero que fueron llevados allí por la pasión de la gloria, no viéndolos sino escoltados el Egipto, por el noble cortejo de las ciencias y de la civilización. Esta idea, que atra-
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