Relaciones de viajeros
RELACIONES DE VIAJEROS 371 un agua desagradable cavando pozos en el lecho. También cul.. tivan la caza de azúcar, pero no sacan gran partido de ella, ya que están desprovistos de las máquinas indispensables para la fabricación de azúcar. Ellos componen con el zumo de la caña, mezclada a una cierta cantidad de agua y anís, un licor que es apreciado y buscado. Lo he probado en casa del señor Hel– guero; es fuerte y bastante agradable. Sacan, asimismo, del maíz una bebida que llaman chicha de la que hace mucho uso el pueblo. Los indios de esta aldea son sobrios, tienen un tem– peramento seco, y gozan, en general, de buena salud. Como entre ellos no hay nadie que ejerza el arte de curar, ellos mis– mos son sus médicos. Sacan de la cordillera, y sobre todo de las montañas de Piura, una planta que en esta región se llama chininga, la raíz de la cual es. un febrífugo excelente. Y a juzgar por lo que me han asegurado, es hasta un remedio soberano contra la fiebre amarilla. Yo he visto a una dama de Piura, que me confesó haber sido atacada por esta última enfermedad; que, privada de atención médica, había utilizado la raíz de la chininga, con lo que había sido curada radicalmente, en dos veces cada veinticuatro horas. Esta raíz, cogida fresca, tiene una virtud más específica contra las fiebres. En las mismas montañas se encuentra el chuquirao, que tiene las mismas pro– piedades que la raíz de la chininga. Lo utilizan haciendo una infusión, tal como el té, con las hojas y la flor. "Como el sol desaparecía ya del horizonte, dejamos la al– dea de Amosape y regresamos a la Rinconada. Llegamos allí en el momento en que la noche, al disipar los últimos resplando– res del día, resplandecía de estrellas; y mientras la campana de la vivienda recordaba a los habitantes de la Rinconada que ha– bía llegado la hora de las oraciones, el señor Helguero, rodeado de su familia y de sus huéspedes, de pie en el balcón, hacía pa– sear su vista por lo ancho de la plaza en la que se alzaba la cruz; y, semejante al pastor que, de pie en el umbral de su cabaña, cuenta las ovejas que entran al redil. En cuanto se aseguró que nadie faltaba al llamado de la campana, él se arro– dilló e hizo seña a su hijo mayor para que comenzara el rezo de la tarde. El sordo ruido que había producido hasta entonces el parloteo de estos hombres y mujeres reunidos, cesó de pron– to, siendo reemplazado por un profundo silencio que difundió por todo el ámbito algo de sagrado y misterioso. Un instante después se repitió el signo de la cruz en todas las bocas. El hijo del señor Helguero recitó, solo, en alta voz, el Credo y el Con-
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